Nature's first green is gold,
Her hardest hue to hold.
Her early leaf's a flower;
But only so an hour.
Then leaf subsides to leaf.
So Eden sank to grief,
So dawn goes down to day.
Nothing gold can stay.
Y el impávido cuervo osado aún sigue, sigue posado, en el pálido busto de Palas que hay encima del portal; y su mirada aguileña es la de un demonio que sueña, cuya sombra el candil en el suelo proyecta fantasmal; y mi alma, de esa sombra que allí flota fantasmal, no se alzará...¡nunca más!.
Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar. -Ernest Hemingway.
Love one another and you will be happy. It's as simple and as difficult as that. - Michael Leunig.
Ser de izquierdas es, como ser de derechas, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de hemiplejía moral. -José Ortega y Gasset.
Love one another and you will be happy. It's as simple and as difficult as that. - Michael Leunig.
Ser de izquierdas es, como ser de derechas, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de hemiplejía moral. -José Ortega y Gasset.
sábado, 17 de septiembre de 2011
miércoles, 31 de agosto de 2011
October, Robert Frost
O hushed October morning mild,
Thy leaves have ripened to the fall;
Tomorrow's wind, if it be wild,
Should waste them all.
The crows above the forest call;
Tomorrow they may form and go.
O hushed October morning mild,
Begin the hours of this day slow.
Make the day seem to us less brief.
Hearts not averse to being beguiled,
Beguile us in the way you know.
Release one leaf at break of day;
At noon release another leaf;
one from our trees, one far away.
Retard the sun with gentle mist;
Enchant the land with amethyst.
Slow, slow!
For the grapes' sake, if the were all,
Whose leaves already are burnt with frost,
Whose clustered fruit must else be lost--
For the grapes' sake along the all.
Thy leaves have ripened to the fall;
Tomorrow's wind, if it be wild,
Should waste them all.
The crows above the forest call;
Tomorrow they may form and go.
O hushed October morning mild,
Begin the hours of this day slow.
Make the day seem to us less brief.
Hearts not averse to being beguiled,
Beguile us in the way you know.
Release one leaf at break of day;
At noon release another leaf;
one from our trees, one far away.
Retard the sun with gentle mist;
Enchant the land with amethyst.
Slow, slow!
For the grapes' sake, if the were all,
Whose leaves already are burnt with frost,
Whose clustered fruit must else be lost--
For the grapes' sake along the all.
sábado, 13 de agosto de 2011
jueves, 28 de julio de 2011
martes, 26 de julio de 2011
III
Tres lágrimas -solamente-
tres translúcidas razones
en un suave gesto acojo
antes de que se desborden
los ojos con que miraba
esa pálida tristeza
con que tú me saludabas
para luego abandonarme.
Y no lloré más que tres,
mas en este sufrimiento
se desvirga lentamente
todo lo que no seré,
lo que fui y lo que estoy siendo:
futuro, pasado y presente.
tres translúcidas razones
en un suave gesto acojo
antes de que se desborden
los ojos con que miraba
esa pálida tristeza
con que tú me saludabas
para luego abandonarme.
Y no lloré más que tres,
mas en este sufrimiento
se desvirga lentamente
todo lo que no seré,
lo que fui y lo que estoy siendo:
futuro, pasado y presente.
miércoles, 6 de julio de 2011
Improvisación temática y formal; fúnebre, sin funeral
A destiempo, patoso, aún respiro,
Y con tan, tan mala suerte
Que me visita -ingrata- la muerte,
Ahogándome yo en el aire ileso.
Y mis últimas tres palabras…
“Arranca, pulmón derecho”
Y me golpeo tan fuerte el pecho,
Que del golpe lo atravieso”.
Confesaré a dos tercios de voz,
Que el izquierdo minutos hacía,
Que, expandido en su tontería,
Se declaró en vaga ¡el muy travieso!
El tercio -culpable- , el restante,
Gime, aspirando a volverse eco,
Para así tener algún hueco,
Donde ni viva ni muera en receso.
La muerte se siente un tanto inútil,
Y con la hoz, de una vez, acaba conmigo,
Segando des del culo hasta el ombligo,
Como cuchillo que corta tierno queso.
Un corte limpio, de atrás hacia adelante,
Tal como veo mi vida en un instante,
¿Y al expirar, qué espiro? Pues nada
Salvo sueños ajenos a la almohada.
Y con tan, tan mala suerte
Que me visita -ingrata- la muerte,
Ahogándome yo en el aire ileso.
Y mis últimas tres palabras…
“Arranca, pulmón derecho”
Y me golpeo tan fuerte el pecho,
Que del golpe lo atravieso”.
Confesaré a dos tercios de voz,
Que el izquierdo minutos hacía,
Que, expandido en su tontería,
Se declaró en vaga ¡el muy travieso!
El tercio -culpable- , el restante,
Gime, aspirando a volverse eco,
Para así tener algún hueco,
Donde ni viva ni muera en receso.
La muerte se siente un tanto inútil,
Y con la hoz, de una vez, acaba conmigo,
Segando des del culo hasta el ombligo,
Como cuchillo que corta tierno queso.
Un corte limpio, de atrás hacia adelante,
Tal como veo mi vida en un instante,
¿Y al expirar, qué espiro? Pues nada
Salvo sueños ajenos a la almohada.
miércoles, 22 de junio de 2011
Saludos que huelen a quemado
Uno, dos, tres, cuatro errores decisivos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis discusiones fuertes. Una, dos nuevas oportunidades. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho,... trescientos sesenta y cinco días desperdiciados.
Cuentas una y otra vez, repasas sin parar la historia, desde que abres los ojos hasta que los cierras en brazos de Morfeo. Historia es precisamente lo que es, nada más, porque lo pasado se queda donde estaba, se hace el seguimiento necesario y después la parte de la mente encargada de filosofar se lleva la peor parte. Aunque la historia influye en los hechos que deban desarrollarse posteriormente, puesto que comparte con ellos nuestra esencia humana y desorientada, ésta no se puede rescatar. Lo único que se puede hacer es dejar constancia de ella, cosa que puede hacer el más astuto del mismo modo que el más simple, para que personajillos posteriores miren lo que otros hicieron y rían a su costa.
Una noche, me disponía a cenar con mi familia. Mi padre y yo, de forma poco habitual, éramos los anfitriones, por lo que debíamos llevar a cabo todos los preparativos. Él me pidió que encendiera las velas del patio, de modo que cogí una caja de cerillas, saqué una, la prendí, encendí la primera vela y soplé para apagar el fósforo. Así, repetí la misma operación hasta que quedaron encendidas todas las velas menos una. Cuando mi padre vio el montón de cerillas usadas que había dejado sobre la mesa, me regañó como se regaña a un bebé, esto es con cierto tono humorístico, cogió una cerilla usada, la prendió con una vela encendida y alumbró el cirio que faltaba. Recuerdo que me asombré de su truco, como si fuera una peripecia. Pero al final llegué a la conclusión de que él y yo no pensábamos de igual manera: él era más simple y yo, más compleja, era menos eficaz.
¿Por qué explico esto ahora? Pues porque está relacionado de forma completa con los hechos que, irónicamente, se han deshecho en mi vida recientemente. Hace dos meses, terminé una relación con la persona que más he querido. Las causas inmediatas no me interesan ahora, pero sí lo hacen con mucha fuerza las causas profundas. Y una de ellas es precisamente la metáfora de las cerillas. Yo llevaba mucho tiempo comportándome de la misma manera, encendiendo cada vela con el mismo ritual, teniendo un camino mucho más fácil a mi disposición, pero no pudiendo verlo, porque cambiar la forma de pensar de uno mismo es de las tareas más complicadas que hay. Para cuando descubrí lo que hacía mal, otro encendió la vela por mí. Como en mi relación, fue demasiado tarde.
En cualquier lugar del mundo, ahora mismo, hay personas enamorándose, personas rompiendo, las hay también encendiendo velas ajenas...
Mas aún conservo la caja de cerillas, está en el tercer cajón de la cocina. Y cuento cuántas hay de vez en cuando: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis,... infinitas esperanzas.
martes, 14 de junio de 2011
sábado, 4 de junio de 2011
miércoles, 11 de mayo de 2011
Adorable ficció
La gespa fa de llit; el Sol, de gran bombeta;
I l’aigua és relaxant música per dormir.
“Les coses aquí tan desmesurades –penses-
No són més que petites porcions del meu pis.”
Deformem per propi bé aquesta basta terra,
Allà cuques; aquí formigues i paràsits mosquits.
I mentre les hores exageren la cara ja vermella,
Allà les vint-i-quatre hores poden ésser falsa nit.
A vegades pensem “a casa estem tan perfectes”,
Dins la comoditat del parquet i els coixins,
Oblidant que tot el que tenim a dins, sempre,
Ve de tan enfora: de rius, de coves, de camins...
A la platja mana la foscor i es buida com un escenari que pateixi el mateix mal,
Talment s’aprima el nostre món: sospirem per un difícil futur digne –abraçats.
I l’aigua és relaxant música per dormir.
“Les coses aquí tan desmesurades –penses-
No són més que petites porcions del meu pis.”
Deformem per propi bé aquesta basta terra,
Allà cuques; aquí formigues i paràsits mosquits.
I mentre les hores exageren la cara ja vermella,
Allà les vint-i-quatre hores poden ésser falsa nit.
A vegades pensem “a casa estem tan perfectes”,
Dins la comoditat del parquet i els coixins,
Oblidant que tot el que tenim a dins, sempre,
Ve de tan enfora: de rius, de coves, de camins...
A la platja mana la foscor i es buida com un escenari que pateixi el mateix mal,
Talment s’aprima el nostre món: sospirem per un difícil futur digne –abraçats.
sábado, 7 de mayo de 2011
"Ainulindale: La música de los Ainur", J.R.R.Tolkien
En el principio estaba Eru, el Único, que en Arda es llamado Ilúvatar; y primero hizo a 1os Ainur, los
Sagrados, que eran vástagos de su pensamiento, y estuvieron con él antes que se hiciera alguna otra cosa. Y les habló y les propuso temas de música; y cantaron ante él y él se sintió complacido. Pero por mucho tiempo cada uno
de ellos cantó solo, o junto con unos pocos, mientras el resto escuchaba; porque cada uno sólo entendía aquella parte de la mente de Ilúvatar de la que provenía él mismo, y eran muy lentos en comprender el canto de sus hermanos. Pero cada vez que escuchaban, alcanzaban una comprensión más profunda, y crecían en unisonancia y armonía.
Y sucedió que Ilúvatar convocó a todos los Ainur, y les comunicó un tema poderoso, descubriendo para
ellos cosas todavía más grandes y más maravillosas que las reveladas hasta entonces; y la gloria del principio y el esplendor del final asombraron a los Ainur, de modo que se inclinaron ante Ilúvatar y guardaron silencio.
Entonces les dijo Ilúvatar:
—Del tema que os he comunicado, quiero ahora que hagáis, juntos y en armonía, una Gran Música. y como os he inflamado con la Llama Imperecedera, mostraréis vuestros poderes en el adorno de este tema mismo, cada cual con sus propios pensamientos y recursos, si así le place. Pero yo me sentaré y escucharé, y será de mi agradó que por medio de vosotros una gran belleza despierte en canción.
Entonces las voces de los Ainur, como de arpas y laúdes, pífanos y trompetas, violas y órganos, y como de coros incontables que cantan con palabras, empezaron a convertir el tema de Ilúvatar en una gran música; y un sonido se elevó de innumerables melodías alternadas, entretejidas en una armonía que iba más allá del oído hasta las profundidades y las alturas, rebosando los espacios de la morada de Ilúvatar; y al fin la música y e1 eco de la música desbordaron volcándose en el Vacío, y ya no hubo vacío. Nunca desde entonces hicieron los Ainur una música como ésta aunque se ha dicho que los coros de los Ainur y los Hijos de Ilúvatar harán ante él una música todavía más grande, después del fin de los días. Entonces los temas de Ilúvatar se tocarán correctamente y tendrán ser en el momento en que aparezcan, pues todos entenderán entonces plenamente la intención del Único para cada una de las partes, y conocerán la comprensión de los demás, e Ilúvatar pondrá en los pensamientos de ellos el fuego secreto.
Pero ahora Ilúvatar escuchaba sentado, y durante un largo rato le pareció bien, pues no había fallas en la música. Pero a medida que el tema prosperaba, nació un deseo en el corazón de Melkor: entretejer asuntos de su propia imaginación que no se acordaban con el tema de Ilúvatar, porque intentaba así acrecentar el poder y la gloria de la parte que le había sido asignada. A Melkor, entre los Ainur, le habían sido dados los más grandes dones de poder y conocimiento, y tenía parte en todos los dones de sus hermanos. Con frecuencia había ido solo a los sitios vacíos en busca de la Llama Imperecedera; porque grande era el deseo que ardía en él de dar ser a cosas propias, y le parecía que Ilúvatar no se ocupaba del Vacío, cuya desnudez le impacientaba. No obstante, no encontró el Fuego, porque el Fuego está con Ilúvatar. Pero hallándose solo, había empezado a tener pensamientos propios, distintos de los de sus hermanos.
Melkor entretejió algunos de estos pensamientos en la música, e inmediatamente una discordancia se alzó en torno, y muchos de los que estaban cerca se desalentaron, se les confundió el pensamiento, y la música vaciló; pero algunos empezaron a concertar su música con la de Melkor más que con el pensamiento que habían tenido en un principio. Entonces la discordancia de Melkor se extendió todavía más, y las melodías escuchadas antes naufragaron en un mar de sonido turbulento. Pero Ilúvatar continuaba sentado y escuchaba, hasta que pareció que alrededor del trono había estallado una furiosa tormenta, como de aguas oscuras que batallaran entre sí con una cólera infinita que nunca sería apaciguada.
Entonces Ilúvatar se puso de pie y los Ainur vieron que sonreía; y levantó la mano izquierda y un nuevo tema nació en medio de la tormenta, parecido y sin embargo distinto al anterior, y que cobró fuerzas y tenía una nueva belleza. Pero la discordancia de Melkor se elevó rugiendo y luchó con él, y una vez más hubo una guerra de sonidos más violenta que antes, hasta que muchos de los Ainur se desanimaron y no cantaron más, y Melkor predominó. Otra vez se incorporó entonces Ilúvatar, y los Ainur vieron que estaba serio; e Ilúvatar levantó la mano derecha, y he aquí que un tercer tema brotó de la confusión, y era distinto de los otros. Porque pareció al principio dulce y suave, un mero murmullo de sonidos leves en delicadas melodías; pero no pudo ser apagado y adquirió poder y profundidad. Y pareció por último que dos músicas se desenvolvían a un tiempo ante el asiento de Ilúvatar, por completo discordantes. La una era profunda, vasta y hermosa, pero lenta y mezclada con un dolor sin medida que era la fuente principal de su belleza. La música de Melkor había alcanzado ahora una unidad propia; pero era estridente, vana e infinitamente repetida, y poco
armónica, pues sonaba como un clamor de múltiples trompetas que bramaran unas pocas notas, todas al unísono. E intentó ahogar a la otra música con una voz violenta, pero pareció que la música de Ilúvatar se apoderaba de a1gún modo de las notas más triunfantes y las entretejía en su propia solemne estructura.
En medio de esta batalla que sacudía las estancias de Ilúvatar y estremecía unos silencios hasta entonces inmutables, Ilúvatar se puso de pie por tercera vez, y era terrible mirarlo a la cara. Levantó entonces ambas manos y en un acorde más profundo que el Abismo, más alto que el Firmamento, penetrante como la luz de los ojos de Ilúvatar, la Música cesó.
Entonces Ilúvatar habló, y dijo:
—Poderosos son los Ainur, y entre ellos el más poderoso es Melkor; pero sepan él y todos los Ainur que yo soy
Ilúvatar; os mostraré las cosas que habéis cantado y así veréis qué habéis hecho. y tú, Melkor, verás que ningún tema puede tocarse que no tenga en mi su fuente más profunda, y que nadie puede alterar la música a mi pesar. Porque aquel que lo intente probará que es sólo mi instrumento para la creación de cosas más maravillosas todavía, que él no ha imaginado.
Entonces los Ainur tuvieron miedo aunque aún no habían comprendido qué les decía Ilúvatar; y llenóse Melkor de vergüenza, de la que nació un rencor secreto. Pero Ilúvatar se irguió resplandeciente, y se alejó de las hermosas regiones que había hecho para los Ainur; y los Ainur lo siguieron.
Pero cuando llegaron al Vacío, Ilúvatar les dijo:
—¡Contemplad vuestra música!—. y les mostró una escena, dándoles vista
donde antes había habido sólo oído; y los Ainur vieron un nuevo Mundo hecho visible para ellos, y era un globo en el Vacío, y en él se sostenía, aunque no pertenecía al Vacío. y mientras lo miraban y se admiraban, este mundo empezó a desplegar su historia y les pareció que vivía y crecía. y cuando los Ainur hubieron mirado un rato en silencio, volvió a hablar Ilúvatar:
—¡Contemplad vuestra música! Este es vuestro canto y cada uno de vosotros encontrará en él, entre lo que os he propuesto, todas las cosas que en apariencia habéis inventado o añadido. y tú, Melkor, descubrirás los pensamientos secretos de tu propia mente y entenderás que son sólo una parte del todo y tributarios de su gloria.
Y muchas otras cosas dijo Ilúvatar a los Ainur en aquella ocasión, y por causa del recuerdo de sus palabras y por el conocimiento que cada uno tenía de la música que él mismo había compuesto, los Ainur saben mucho de lo que era, lo que es y lo que será, y pocas cosas no ven. Sin embargo, algunas cosas hay que no pueden ver, ni a solas ni aun consultándose entre ellos; porque a nadie más que a sí mismo ha revelado Ilúvatar todo lo que tiene él en reserva y en cada edad aparecen cosas nuevas e imprevistas, pues no proceden del pasado. Y así fue que mientras esta visión del Mundo se desplegaba ante ellos, los Ainur vieron que contenía cosas que no habían pensado antes. y vieron con asombro la llegada de los Hijos de Ilúvatar y las estancias preparadas para ellos, y advirtieron que ellos mismos durante la labor
de la música habían estado ocupados en la preparación de esta morada, pero ignorando que tuviese algún otro propósito que su propia belleza. Porque sólo él había concebido a los Hijos de Ilúvatar; que llegaron con el tercer tema, y no estaban en aquel que Ilúvatar había propuesto en un principio, y ninguno de los Ainur había intervenido en esta creación. Por tanto, mientras más los contemplaban, más los amaban, pues eran criaturas distintas de ellos mismos, extrañas y libres, en las que veían reflejada de nuevo la mente de Ilúvatar; y conocieron aun entonces algo más de la sabiduría de Ilúvatar, que de otro modo habría permanecido oculta aun para los Ainur.
Ahora bien, los Hijos de Ilúvatar son Elfos y Hombres, los Primeros Nacidos y los Seguidores. Y entre todos los esplendores del Mundo, las vastas salas y los espacios, y los carros de fuego, Ilúvatar escogió como morada un sitio en los Abismos del Tiempo y en medio de las estrellas innumerables. Y puede que esta morada parezca algo pequeña a aquellos que sólo consideran la majestad de los Ainur y no su terrible sutileza; como quien tomara toda la anchura de Arda para levantar allí una columna y la elevara hasta que el cono de la cima fuera mas punzante que una aguja; o quien considerara sólo la vastedad inconmensurable del Mundo, que los Ainur aún están modelando, y no la minuciosa precisión con que dan forma a todas las cosas que en él se encuentran. Pero cuando los Ainur hubieron contemplado esa morada en una visión y luego de ver a los Hijos de Ilúvatar que allí aparecían, muchos de los más poderosos de entre ellos se volcaron en pensamiento y deseo sobre ese sitio. y de éstos Melkor era el principal, como también había sido al comienzo el más grande de los Ainur que participaran en la Música. y fingió, aun ante sí mismo al comienzo, dominando los torbellinos de calor y de frío que lo habían invadido, que deseaba ir allí y ordenarlo todo para beneficio de los Hijos de Ilúvatar. Pero lo que en verdad deseaba era someter tanto a Elfos como a Hombres, pues envidiaba los dones que Ilúvatar les había prometido; y él mismo deseaba tener súbditos y sirvientes, y ser llamado Señor, y gobernar otras voluntades.
Pero los otros Ainur contemplaron esa habitación puesta en los vastos espacios del Mundo; que los Elfos llaman Arda, la Tierra, y los corazones de todos se regocijaron en la luz, y los ojos se les alegraron en la contemplación de tantos colores, aunque el ruido del mar los inquietó sobremanera. y observaron los vientos y el aire y las materias de que estaba hecha Arda, el hierro y la piedra, la plata y el oro, y muchas otras sustancias, pero de todas ellas el agua
fue la que más alabaron. y dicen los Eldar que el eco de la Música de los Ainur vive aún en el agua, más que en ninguna otra sustancia de la Tierra; y muchos de los Hijos de Ilúvatar escuchan aún insaciables las voces del Mar, aunque todavía no saben lo que oyen.


Y sucedió que Ilúvatar convocó a todos los Ainur, y les comunicó un tema poderoso, descubriendo para

Entonces les dijo Ilúvatar:
—Del tema que os he comunicado, quiero ahora que hagáis, juntos y en armonía, una Gran Música. y como os he inflamado con la Llama Imperecedera, mostraréis vuestros poderes en el adorno de este tema mismo, cada cual con sus propios pensamientos y recursos, si así le place. Pero yo me sentaré y escucharé, y será de mi agradó que por medio de vosotros una gran belleza despierte en canción.
Entonces las voces de los Ainur, como de arpas y laúdes, pífanos y trompetas, violas y órganos, y como de coros incontables que cantan con palabras, empezaron a convertir el tema de Ilúvatar en una gran música; y un sonido se elevó de innumerables melodías alternadas, entretejidas en una armonía que iba más allá del oído hasta las profundidades y las alturas, rebosando los espacios de la morada de Ilúvatar; y al fin la música y e1 eco de la música desbordaron volcándose en el Vacío, y ya no hubo vacío. Nunca desde entonces hicieron los Ainur una música como ésta aunque se ha dicho que los coros de los Ainur y los Hijos de Ilúvatar harán ante él una música todavía más grande, después del fin de los días. Entonces los temas de Ilúvatar se tocarán correctamente y tendrán ser en el momento en que aparezcan, pues todos entenderán entonces plenamente la intención del Único para cada una de las partes, y conocerán la comprensión de los demás, e Ilúvatar pondrá en los pensamientos de ellos el fuego secreto.
Pero ahora Ilúvatar escuchaba sentado, y durante un largo rato le pareció bien, pues no había fallas en la música. Pero a medida que el tema prosperaba, nació un deseo en el corazón de Melkor: entretejer asuntos de su propia imaginación que no se acordaban con el tema de Ilúvatar, porque intentaba así acrecentar el poder y la gloria de la parte que le había sido asignada. A Melkor, entre los Ainur, le habían sido dados los más grandes dones de poder y conocimiento, y tenía parte en todos los dones de sus hermanos. Con frecuencia había ido solo a los sitios vacíos en busca de la Llama Imperecedera; porque grande era el deseo que ardía en él de dar ser a cosas propias, y le parecía que Ilúvatar no se ocupaba del Vacío, cuya desnudez le impacientaba. No obstante, no encontró el Fuego, porque el Fuego está con Ilúvatar. Pero hallándose solo, había empezado a tener pensamientos propios, distintos de los de sus hermanos.
Melkor entretejió algunos de estos pensamientos en la música, e inmediatamente una discordancia se alzó en torno, y muchos de los que estaban cerca se desalentaron, se les confundió el pensamiento, y la música vaciló; pero algunos empezaron a concertar su música con la de Melkor más que con el pensamiento que habían tenido en un principio. Entonces la discordancia de Melkor se extendió todavía más, y las melodías escuchadas antes naufragaron en un mar de sonido turbulento. Pero Ilúvatar continuaba sentado y escuchaba, hasta que pareció que alrededor del trono había estallado una furiosa tormenta, como de aguas oscuras que batallaran entre sí con una cólera infinita que nunca sería apaciguada.
Entonces Ilúvatar se puso de pie y los Ainur vieron que sonreía; y levantó la mano izquierda y un nuevo tema nació en medio de la tormenta, parecido y sin embargo distinto al anterior, y que cobró fuerzas y tenía una nueva belleza. Pero la discordancia de Melkor se elevó rugiendo y luchó con él, y una vez más hubo una guerra de sonidos más violenta que antes, hasta que muchos de los Ainur se desanimaron y no cantaron más, y Melkor predominó. Otra vez se incorporó entonces Ilúvatar, y los Ainur vieron que estaba serio; e Ilúvatar levantó la mano derecha, y he aquí que un tercer tema brotó de la confusión, y era distinto de los otros. Porque pareció al principio dulce y suave, un mero murmullo de sonidos leves en delicadas melodías; pero no pudo ser apagado y adquirió poder y profundidad. Y pareció por último que dos músicas se desenvolvían a un tiempo ante el asiento de Ilúvatar, por completo discordantes. La una era profunda, vasta y hermosa, pero lenta y mezclada con un dolor sin medida que era la fuente principal de su belleza. La música de Melkor había alcanzado ahora una unidad propia; pero era estridente, vana e infinitamente repetida, y poco

En medio de esta batalla que sacudía las estancias de Ilúvatar y estremecía unos silencios hasta entonces inmutables, Ilúvatar se puso de pie por tercera vez, y era terrible mirarlo a la cara. Levantó entonces ambas manos y en un acorde más profundo que el Abismo, más alto que el Firmamento, penetrante como la luz de los ojos de Ilúvatar, la Música cesó.
Entonces Ilúvatar habló, y dijo:
—Poderosos son los Ainur, y entre ellos el más poderoso es Melkor; pero sepan él y todos los Ainur que yo soy

Entonces los Ainur tuvieron miedo aunque aún no habían comprendido qué les decía Ilúvatar; y llenóse Melkor de vergüenza, de la que nació un rencor secreto. Pero Ilúvatar se irguió resplandeciente, y se alejó de las hermosas regiones que había hecho para los Ainur; y los Ainur lo siguieron.
Pero cuando llegaron al Vacío, Ilúvatar les dijo:
—¡Contemplad vuestra música!—. y les mostró una escena, dándoles vista

—¡Contemplad vuestra música! Este es vuestro canto y cada uno de vosotros encontrará en él, entre lo que os he propuesto, todas las cosas que en apariencia habéis inventado o añadido. y tú, Melkor, descubrirás los pensamientos secretos de tu propia mente y entenderás que son sólo una parte del todo y tributarios de su gloria.
Y muchas otras cosas dijo Ilúvatar a los Ainur en aquella ocasión, y por causa del recuerdo de sus palabras y por el conocimiento que cada uno tenía de la música que él mismo había compuesto, los Ainur saben mucho de lo que era, lo que es y lo que será, y pocas cosas no ven. Sin embargo, algunas cosas hay que no pueden ver, ni a solas ni aun consultándose entre ellos; porque a nadie más que a sí mismo ha revelado Ilúvatar todo lo que tiene él en reserva y en cada edad aparecen cosas nuevas e imprevistas, pues no proceden del pasado. Y así fue que mientras esta visión del Mundo se desplegaba ante ellos, los Ainur vieron que contenía cosas que no habían pensado antes. y vieron con asombro la llegada de los Hijos de Ilúvatar y las estancias preparadas para ellos, y advirtieron que ellos mismos durante la labor

Ahora bien, los Hijos de Ilúvatar son Elfos y Hombres, los Primeros Nacidos y los Seguidores. Y entre todos los esplendores del Mundo, las vastas salas y los espacios, y los carros de fuego, Ilúvatar escogió como morada un sitio en los Abismos del Tiempo y en medio de las estrellas innumerables. Y puede que esta morada parezca algo pequeña a aquellos que sólo consideran la majestad de los Ainur y no su terrible sutileza; como quien tomara toda la anchura de Arda para levantar allí una columna y la elevara hasta que el cono de la cima fuera mas punzante que una aguja; o quien considerara sólo la vastedad inconmensurable del Mundo, que los Ainur aún están modelando, y no la minuciosa precisión con que dan forma a todas las cosas que en él se encuentran. Pero cuando los Ainur hubieron contemplado esa morada en una visión y luego de ver a los Hijos de Ilúvatar que allí aparecían, muchos de los más poderosos de entre ellos se volcaron en pensamiento y deseo sobre ese sitio. y de éstos Melkor era el principal, como también había sido al comienzo el más grande de los Ainur que participaran en la Música. y fingió, aun ante sí mismo al comienzo, dominando los torbellinos de calor y de frío que lo habían invadido, que deseaba ir allí y ordenarlo todo para beneficio de los Hijos de Ilúvatar. Pero lo que en verdad deseaba era someter tanto a Elfos como a Hombres, pues envidiaba los dones que Ilúvatar les había prometido; y él mismo deseaba tener súbditos y sirvientes, y ser llamado Señor, y gobernar otras voluntades.
Pero los otros Ainur contemplaron esa habitación puesta en los vastos espacios del Mundo; que los Elfos llaman Arda, la Tierra, y los corazones de todos se regocijaron en la luz, y los ojos se les alegraron en la contemplación de tantos colores, aunque el ruido del mar los inquietó sobremanera. y observaron los vientos y el aire y las materias de que estaba hecha Arda, el hierro y la piedra, la plata y el oro, y muchas otras sustancias, pero de todas ellas el agua

jueves, 5 de mayo de 2011
1000 oceans, Tori Amos
These tears I've cried
I've cried 1000 oceans
And if it seems
I'm floating in the darkness
Well, I can't believe that I would keep
Keep you from flying
And I would cry 1000 more
If that's what it takes
To sail you home
Sail you home
Sail you home
I'm aware what the rules are
But you know that I will run
You know that I will follow
you
Over silbury hill
Through the solar field
You know that I will follow you
I've cried 1000 oceans
And if it seems
I'm floating in the darkness
Well, I can't believe that I would keep
Keep you from flying
And I would cry 1000 more
If that's what it takes
To sail you home

Sail you home
Sail you home
I'm aware what the rules are
But you know that I will run
You know that I will follow

Over silbury hill
Through the solar field
You know that I will follow you
And if I find you
Will you still remeber
Playing at trains
Or does this litte blue ball
Just fade away
Over silbury hill
Through the solar field
You know that I will follow you
I'm aware what the rules are
But you know that I will run
You know that I will follow you
These tears I've cried
I've cried 1000 oceans
And if it seems
I'm floating in the darkness
Well I can't believe that I would keep
Keep you from flying
So I will cry 1000 more
If that's what it takes
To sail you home
Sail you home
Sail you home
Sail
Sail you home
Will you still remeber
Playing at trains
Or does this litte blue ball
Just fade away
Over silbury hill
Through the solar field
You know that I will follow you
I'm aware what the rules are
But you know that I will run
You know that I will follow you
These tears I've cried
I've cried 1000 oceans
And if it seems
I'm floating in the darkness
Well I can't believe that I would keep
Keep you from flying
So I will cry 1000 more
If that's what it takes
To sail you home
Sail you home
Sail you home
Sail
Sail you home
miércoles, 4 de mayo de 2011
El corazón delator, Edgar Allan Poe
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y
mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!

Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!
miércoles, 20 de abril de 2011
Retrat a teclat de Lady Cabrera
Tanco els ulls; veig un ventall de possibilitats.
Imagino que voluntat i acció es donen la mà.
De la unió naixeria un futur que brilla tant
que m’obliga a obrir els ulls... Oh contrast!
Obro la boca; estic en blanc i tu al bell mig,
pinzell que pinta un caòtic col·lage musical,
busco una melodia amb que em pugui vestir
i no la trobo i es relaxen els músculs bocals.
Moguda de cop d’un bot al piano des del llit,
composo una cançó; un conte tètric escric.
i estirada al Parc de les estacions a dia d’avui,
me’n recordo del primer bes, ¡què intens!, ahir.
Ben cert que admiro Shakespeare i n’Allan Poe,
cert que al meu món, si hi arribeu, benvinguts sou.
AAAA BABA BBBB CC
---
Introducció: Allende los mares, una amiga artística que nom Laura Cabrera Sagrera em va demanar una poesia que tractés d'ella mateixa i, tractant-se d’escriure, no se m’ha fet gens pesat. Ans al contrari, tot el que sigui experiència, millor. I si a sobre agrada als altres, millor que millor. I si a sobre cobro, millor que millor que millor. Etc. etc.
Introducció alternativa: Com deia Pessoa, “el poeta es un fingidor”. Com deia Rimbaud, “Yo es otro”. Com que encara no he arribat a desfer-me de mi mateix alhora d’escriure, sort que he trobat connexions entre la retratada, Laura Cabrera Sagrera, i jo. Sort també que em va donar pistes de punts clau de la seva vida per evitar que fiqués la pota estrepitosament.
Comentari il·lògic amb pretensions humorístiques: M’he esforçat per intentar ficar-me al cap d’aquesta dona, així que si últimament tenia sobtats mals de caps o migranyes de les seves, perdó.
Final feliç: I ara, tutejant-nos... Per la meva part, desitjo que t’agradi; per la teva, et tocarà fingir que no l’has llegida encara i la comentes, eh? També em faria gràcia saber què en pensa el teu Tomàs; la curiositat em pot.
Sense més dilatacions... Per l’artmistat!
Imagino que voluntat i acció es donen la mà.
De la unió naixeria un futur que brilla tant
que m’obliga a obrir els ulls... Oh contrast!
Obro la boca; estic en blanc i tu al bell mig,
pinzell que pinta un caòtic col·lage musical,
busco una melodia amb que em pugui vestir
i no la trobo i es relaxen els músculs bocals.
Moguda de cop d’un bot al piano des del llit,
composo una cançó; un conte tètric escric.
i estirada al Parc de les estacions a dia d’avui,
me’n recordo del primer bes, ¡què intens!, ahir.
Ben cert que admiro Shakespeare i n’Allan Poe,
cert que al meu món, si hi arribeu, benvinguts sou.
AAAA BABA BBBB CC
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Introducció: Allende los mares, una amiga artística que nom Laura Cabrera Sagrera em va demanar una poesia que tractés d'ella mateixa i, tractant-se d’escriure, no se m’ha fet gens pesat. Ans al contrari, tot el que sigui experiència, millor. I si a sobre agrada als altres, millor que millor. I si a sobre cobro, millor que millor que millor. Etc. etc.
Introducció alternativa: Com deia Pessoa, “el poeta es un fingidor”. Com deia Rimbaud, “Yo es otro”. Com que encara no he arribat a desfer-me de mi mateix alhora d’escriure, sort que he trobat connexions entre la retratada, Laura Cabrera Sagrera, i jo. Sort també que em va donar pistes de punts clau de la seva vida per evitar que fiqués la pota estrepitosament.
Comentari il·lògic amb pretensions humorístiques: M’he esforçat per intentar ficar-me al cap d’aquesta dona, així que si últimament tenia sobtats mals de caps o migranyes de les seves, perdó.
Final feliç: I ara, tutejant-nos... Per la meva part, desitjo que t’agradi; per la teva, et tocarà fingir que no l’has llegida encara i la comentes, eh? També em faria gràcia saber què en pensa el teu Tomàs; la curiositat em pot.
Sense més dilatacions... Per l’artmistat!
Casablanca, 1942
Sólo con ver cómo nuestro amigo Humphrey saca el humo de su tabaco, una se contentaría. Es posible que para mucha gente, sin embargo, sean necesarios otros elementos para considerar que la película es buena (¡ciegos ellos!). Pero no me preocupa, porque los hay. Para empezar, la actuación de ambos protagonistas, tanto de Boggart como de Bergman, es magnífica. No sólo consiguen encandilar al espectador con su autenticidad, sino que además esta doble B no deja de sorprender con nuevos matices de una profundidad apabullante. Esto es, además, gracias a la estupenda dirección que impide que uno se mantenga frío con las historias de cada uno de los personajes. También debido a una genial fotografía que nada debe envidiar al cine en color, uno puede quedarse prendado del nostálgico brillo en los ojos de Ilsa Lund (Bergman).
A destacar, el duelo de himnos que sucede en el Rick's Cafe Americain entre La Marsellesa y "El guardia sobre el río Rin". Y, musicalmente también, la canción As time goes by, conocida ya de forma independiente fuera de la pantalla.
Una película para todos los públicos, aunque quizá más cercana a aquellos que puedan entender todo el meollo político de la Segunda Guerra Mundial. A los amantes de esta gran película, siempre nos quedará París.
A destacar, el duelo de himnos que sucede en el Rick's Cafe Americain entre La Marsellesa y "El guardia sobre el río Rin". Y, musicalmente también, la canción As time goes by, conocida ya de forma independiente fuera de la pantalla.
Una película para todos los públicos, aunque quizá más cercana a aquellos que puedan entender todo el meollo político de la Segunda Guerra Mundial. A los amantes de esta gran película, siempre nos quedará París.
martes, 19 de abril de 2011
La adivinación amateur o prueba y error, y error, y error.
Con los ojos fijos en el balcón y el pensamiento en el aire fresco que éste representa en primavera, Marta oye las noticias sin enterarse de nada realmente, preocupada por no ser de ésos que nunca les presta atención y están aislados del mundo en el que viven (como si hubiera otro mundo del que poder aislarse). Por eso, cuando su ensoñación se ha visto interrumpida, su corazón se ha acelerado de forma exponencial y vertiginosa.
-¡Otra vez; otra vez igual! –vocifera su compañera de piso, por lo visto convertida repentinamente en irritado ogro de las cavernas. Por cierto, se llama Júlia, Júlia Ramiro Laertz. ¿Ninguna duda al respecto de la procedencia del segundo apellido, no? Sigamos.
-¿¡Qué!? ¿Qué te ocurre esta vez? –Y mientras se pregunta por lo que le ha sucedido, esperando que sea tan importante como para merecer interrumpir su sagrado descanso, va hacia la cocina a examinarla personalmente, en pos de verificar que no haya daños irreparables.
Cae una lágrima del ojito derecho de Júlia, seguida por otras dos que eran demasiado tímidas como para encabezar la exploración. Mueren instantes después en el fuego encendido que ya -tamaña osadía- nadie vigila. Marta lo apaga de inmediato; se pone delante de su amiga; le toma sus manos entre las propias, acariciándolas con suavidad.
-¿Ha vuelto a enfadarse contigo porqué has quedado con un amigo? –piensa en voz alta la que sin mucho éxito intenta consolar a la que en principio llora- Es que… es que no deberías estar con él. Ya sé que le quieres mucho y todo ese rollo del amor y su llama inextinguible que todo lo supera y perdona, pero créeme cuando, como amiga, te digo que hay un límite. Lo hay, ¡y lo sabes! ¿Por qué dejas que torture así? ¿Por qué te torturas a ti misma?
Júlia, que intentaba sin éxito interrumpir a su amiga, la Júlia que antes sólo tenía los ojos ligeramente húmedos, empieza a hacer pucheros mientras busca con la mirada una silla donde poder sentarse para liberarse así de un peso, quizá, ingenuamente piensa, para sentirse mejor. Marta le acerca la más cercana, mientras prosigue con su devastadora ayuda.
-No… no parece que sea eso, ¿no? –y suspira.
-Es que si te soy sincera… ¡hip!
-Ay, ¡calla, calla! ¡¡Se han divorciado tus padres!! Tienes que pensar que es mejor que estén lejos uno del otro para ser felices que no que se lancen platos el uno al otro… ¡ni que fueran malabaristas! –su compañera de piso siempre había admirado su capacidad para desviarse de un tema, sin volver a él excepto si el azar decidía reunir toda su capacidad memorística en torno a un momento de repentina brillantez- Qué desperdicio, porqué como ya sabrás, esos platos costaron una fortuna, que te acompañé a comprarlos. No me acuerdo de la marca, pero el oro de los bordes era auténtico, y no pintado, ¿eh? Si lo llego a saber nos los traemos para el piso, ¿eh? Pero, ¡ay, perdona! Que soy un poco maruja y olvido lo importante… Lo que te decía: mejor separados y felices que juntos pero deprimidos.
A estas alturas, a la paciente le resbalan abundantes lágrimas, está sentada en el sofá y cabizbaja. Tiene un molesto hipo, para acabar de rematar la situación que ya de por sí está muerta, en relación a la sobreestimada felicidad. No hay signos de progresos, ni grandes ni chicos; incapaz de hablar, niega repetidamente con la cabeza, asaltada en cuerpo y alma por el mal que le impide pronunciar dos palabras seguidas.
-¿Has vuelto a suspender entonces? ¡No pasa nada, mucha gente suspende!... Mucha, mucha. Tu carrera es difícil, no es nada nuevo. Yo te veo más haciendo un FP, ¿sabes? –aguas torrenciales hacen pensar que haría falta un cartel de “Suelo resbaladizo”, cada vez llora con más fuerza, cada vez está más desfallecida- La gente se gana la vida muy honradamente con los FP’s, y ganarías más dinero que con la carrera, y sin desperdiciar 4 años y encima todo el gasto que supone…- el silencio que acompaña a un signo gestual que posiblemente aluda a que debe cerrar el pico la interrumpe.
-¡Sile… ¡hip! silencio! Sé que tu intención es buena, pero si –el pantano vuelve a estar sellado, su hipo lo imita poco a poco- pronuncias una sola pa… ¡hip palabra más antes de que me explique, cojo el cuchillo jamonero y te corto a cachos hasta que pueda hacer de mi obra de arte sádico cientos de pinchos. Es más, la salsa no sería barbacoa; se parecería al kétchup sólo en el color… ¿me explico? Y todo esto se lo comerían tus padres y luego les revelaría la verdad. Tampoco acabaría ahí la cosa, porque lo grabaría todo en un video para gozarlo en la posteridad; también para enseñarlo al resto de la familia si sobreviviera a mi “infundada” manía homicida. ¿¡Entendido!?
Marta, ojos como platos, afirma lenta y cautelosamente. La boca abierta de modo que no entraría una mosca; entraría el matamoscas entero –malpensar, malpensados. La nariz se contrae y dilata como el corazón de un colibrí, y si tuviera una bolsa a mano no dudaría en hacer respiraciones de ésas tan típicas de los “¡vamos a morir!” de las películas de falsas alarmas en aviones y pánico que cunde por mucho que las azafatas se opongan a él con toda su energía. La otra prosigue.
-Ya sé que soy una imbécil por seguir con Carlos, no necesito que me recuerdes cómo de desgraciada soy. Me siento ridícula por tener que decir que me doy contra el pomo de la puerta cada semana, que al principio lo hacía sin querer pero que ahora le he cogido el gustillo. ¡Lo sé perfectamente! –llora y grita al mismo tiempo, ¡qué drama!
Tras unos segundos de silencio, la descarga eléctrica continúa, desahogando a una y paralizando a la otra.
-También sé que mis padres estarían mejor separados. Se pegan, ¡se pegan! El otro día intenté separarlos y… ¡y acabé con los dos ojos a juego! Me puse en medio para intentar separarlos, cosa que, mediante esfuerzos físicos aquella vez o mediante argumentos otras, es lo que llevo intentando desde hace tres puñeteros años. Ah, ¿y cómo más me has intentado animar? Las notas, claro. Si así me consuelas, maja, espero que nunca te cabrees conmigo y me pilles con…- hace un puño con la mano izquierda, incapaz de canalizar verbalmente su ligero malestar por unos momentos- Las notas… ¿eh? Me gustaría verte, a ti, que vives la vida tan feliz con tus exigentes, exasperantes y harto complicados dos sudokus de las mañanas, del difícil no hablemos, que al no ser de inmediata resolución lo dejas por imposible. Me gustaría verte a ti, que luego te pasas el día vagueando, buscando un trabajo perfecto que, dada tu nula experiencia y tu insuficiente título de la ESO, nunca encontrarás. A ti, querida compañera de piso, me gustaría verte haciendo estas carreras técnicas tan “sencillas” que cada vez tienen “más” futuro y son más “sencillas”- la mano hace las comillas para que quede clara la ya visible ironía, viendo uno su cara.
-Yo… yo… Me siento fatal. Lo siento mucho, no creí que te pusieras así pero… ¿sabes qué? Sea lo que sea lo que te hiciera llorar antes, he hecho que te olvides de ello, ¡sé positiva! -e intenta abrazarla en un intento desesperado de reconciliarse con una compañera tan llorona como punzante mediante la palabra exclusivamente, de momento.
-Eso es lo que es peor. Lo que me hacía llorar, amiga mía, ¡oh, gran pitonisa, diosa de la adivinación! era una simple, única e insustancial cebolla. Yo… te mato; empieza a correr- y efectivamente, se apodera del susodicho cuchillo jamonero.
-¡Otra vez; otra vez igual! –vocifera su compañera de piso, por lo visto convertida repentinamente en irritado ogro de las cavernas. Por cierto, se llama Júlia, Júlia Ramiro Laertz. ¿Ninguna duda al respecto de la procedencia del segundo apellido, no? Sigamos.
-¿¡Qué!? ¿Qué te ocurre esta vez? –Y mientras se pregunta por lo que le ha sucedido, esperando que sea tan importante como para merecer interrumpir su sagrado descanso, va hacia la cocina a examinarla personalmente, en pos de verificar que no haya daños irreparables.
Cae una lágrima del ojito derecho de Júlia, seguida por otras dos que eran demasiado tímidas como para encabezar la exploración. Mueren instantes después en el fuego encendido que ya -tamaña osadía- nadie vigila. Marta lo apaga de inmediato; se pone delante de su amiga; le toma sus manos entre las propias, acariciándolas con suavidad.
-¿Ha vuelto a enfadarse contigo porqué has quedado con un amigo? –piensa en voz alta la que sin mucho éxito intenta consolar a la que en principio llora- Es que… es que no deberías estar con él. Ya sé que le quieres mucho y todo ese rollo del amor y su llama inextinguible que todo lo supera y perdona, pero créeme cuando, como amiga, te digo que hay un límite. Lo hay, ¡y lo sabes! ¿Por qué dejas que torture así? ¿Por qué te torturas a ti misma?
Júlia, que intentaba sin éxito interrumpir a su amiga, la Júlia que antes sólo tenía los ojos ligeramente húmedos, empieza a hacer pucheros mientras busca con la mirada una silla donde poder sentarse para liberarse así de un peso, quizá, ingenuamente piensa, para sentirse mejor. Marta le acerca la más cercana, mientras prosigue con su devastadora ayuda.
-No… no parece que sea eso, ¿no? –y suspira.
-Es que si te soy sincera… ¡hip!
-Ay, ¡calla, calla! ¡¡Se han divorciado tus padres!! Tienes que pensar que es mejor que estén lejos uno del otro para ser felices que no que se lancen platos el uno al otro… ¡ni que fueran malabaristas! –su compañera de piso siempre había admirado su capacidad para desviarse de un tema, sin volver a él excepto si el azar decidía reunir toda su capacidad memorística en torno a un momento de repentina brillantez- Qué desperdicio, porqué como ya sabrás, esos platos costaron una fortuna, que te acompañé a comprarlos. No me acuerdo de la marca, pero el oro de los bordes era auténtico, y no pintado, ¿eh? Si lo llego a saber nos los traemos para el piso, ¿eh? Pero, ¡ay, perdona! Que soy un poco maruja y olvido lo importante… Lo que te decía: mejor separados y felices que juntos pero deprimidos.
A estas alturas, a la paciente le resbalan abundantes lágrimas, está sentada en el sofá y cabizbaja. Tiene un molesto hipo, para acabar de rematar la situación que ya de por sí está muerta, en relación a la sobreestimada felicidad. No hay signos de progresos, ni grandes ni chicos; incapaz de hablar, niega repetidamente con la cabeza, asaltada en cuerpo y alma por el mal que le impide pronunciar dos palabras seguidas.
-¿Has vuelto a suspender entonces? ¡No pasa nada, mucha gente suspende!... Mucha, mucha. Tu carrera es difícil, no es nada nuevo. Yo te veo más haciendo un FP, ¿sabes? –aguas torrenciales hacen pensar que haría falta un cartel de “Suelo resbaladizo”, cada vez llora con más fuerza, cada vez está más desfallecida- La gente se gana la vida muy honradamente con los FP’s, y ganarías más dinero que con la carrera, y sin desperdiciar 4 años y encima todo el gasto que supone…- el silencio que acompaña a un signo gestual que posiblemente aluda a que debe cerrar el pico la interrumpe.
-¡Sile… ¡hip! silencio! Sé que tu intención es buena, pero si –el pantano vuelve a estar sellado, su hipo lo imita poco a poco- pronuncias una sola pa… ¡hip palabra más antes de que me explique, cojo el cuchillo jamonero y te corto a cachos hasta que pueda hacer de mi obra de arte sádico cientos de pinchos. Es más, la salsa no sería barbacoa; se parecería al kétchup sólo en el color… ¿me explico? Y todo esto se lo comerían tus padres y luego les revelaría la verdad. Tampoco acabaría ahí la cosa, porque lo grabaría todo en un video para gozarlo en la posteridad; también para enseñarlo al resto de la familia si sobreviviera a mi “infundada” manía homicida. ¿¡Entendido!?
Marta, ojos como platos, afirma lenta y cautelosamente. La boca abierta de modo que no entraría una mosca; entraría el matamoscas entero –malpensar, malpensados. La nariz se contrae y dilata como el corazón de un colibrí, y si tuviera una bolsa a mano no dudaría en hacer respiraciones de ésas tan típicas de los “¡vamos a morir!” de las películas de falsas alarmas en aviones y pánico que cunde por mucho que las azafatas se opongan a él con toda su energía. La otra prosigue.
-Ya sé que soy una imbécil por seguir con Carlos, no necesito que me recuerdes cómo de desgraciada soy. Me siento ridícula por tener que decir que me doy contra el pomo de la puerta cada semana, que al principio lo hacía sin querer pero que ahora le he cogido el gustillo. ¡Lo sé perfectamente! –llora y grita al mismo tiempo, ¡qué drama!
Tras unos segundos de silencio, la descarga eléctrica continúa, desahogando a una y paralizando a la otra.
-También sé que mis padres estarían mejor separados. Se pegan, ¡se pegan! El otro día intenté separarlos y… ¡y acabé con los dos ojos a juego! Me puse en medio para intentar separarlos, cosa que, mediante esfuerzos físicos aquella vez o mediante argumentos otras, es lo que llevo intentando desde hace tres puñeteros años. Ah, ¿y cómo más me has intentado animar? Las notas, claro. Si así me consuelas, maja, espero que nunca te cabrees conmigo y me pilles con…- hace un puño con la mano izquierda, incapaz de canalizar verbalmente su ligero malestar por unos momentos- Las notas… ¿eh? Me gustaría verte, a ti, que vives la vida tan feliz con tus exigentes, exasperantes y harto complicados dos sudokus de las mañanas, del difícil no hablemos, que al no ser de inmediata resolución lo dejas por imposible. Me gustaría verte a ti, que luego te pasas el día vagueando, buscando un trabajo perfecto que, dada tu nula experiencia y tu insuficiente título de la ESO, nunca encontrarás. A ti, querida compañera de piso, me gustaría verte haciendo estas carreras técnicas tan “sencillas” que cada vez tienen “más” futuro y son más “sencillas”- la mano hace las comillas para que quede clara la ya visible ironía, viendo uno su cara.
-Yo… yo… Me siento fatal. Lo siento mucho, no creí que te pusieras así pero… ¿sabes qué? Sea lo que sea lo que te hiciera llorar antes, he hecho que te olvides de ello, ¡sé positiva! -e intenta abrazarla en un intento desesperado de reconciliarse con una compañera tan llorona como punzante mediante la palabra exclusivamente, de momento.
-Eso es lo que es peor. Lo que me hacía llorar, amiga mía, ¡oh, gran pitonisa, diosa de la adivinación! era una simple, única e insustancial cebolla. Yo… te mato; empieza a correr- y efectivamente, se apodera del susodicho cuchillo jamonero.
sábado, 16 de abril de 2011
Pseudoalgo
Tres dits acaricien la carta de tes,
Tot i que el que ells toquen no li fan el pes,
Els ulls es passegen d’aquí cap allà,
Davant tenen el que més volen mirar.
Fingint indiferència el seu cos sencer.
Na Júlia se’l mira preguntant-se per què.
Està un poc cansada, va sortir a ballar,
Però no li importa quedar per dinar,
Parlen sense veure’s com si fossin cecs,
De pura peresa o perquè l’amor n’és.
Enraonaven de sexe i es freguen les mans,
Però callen; saben que algú s’ha apropat.
Engalanat fa la feina el dòcil cambrer,
Preguntant-li al noi: “què voldrà de primer?”
Pensa ell que ja ho té tot ben clar.
Vol la dona que té asseguda al seu davant.
Afegeix fluixet i automàticament,
“La voldria així, sense afegiments”.
Ella mira l’hora i... “Renoi, què tard!
Què et sembla si ens veiem per sopar?
De fet millor em va el dijous que ve,
O per d’aquí un dimarts si no et fa res.”
En Pep es nega: ”tot pot esperar.
No marxis, no vull; no avui, no demà...”
Tot i que el que ells toquen no li fan el pes,
Els ulls es passegen d’aquí cap allà,
Davant tenen el que més volen mirar.
Fingint indiferència el seu cos sencer.
Na Júlia se’l mira preguntant-se per què.
Està un poc cansada, va sortir a ballar,
Però no li importa quedar per dinar,
Parlen sense veure’s com si fossin cecs,
De pura peresa o perquè l’amor n’és.
Enraonaven de sexe i es freguen les mans,
Però callen; saben que algú s’ha apropat.
Engalanat fa la feina el dòcil cambrer,
Preguntant-li al noi: “què voldrà de primer?”
Pensa ell que ja ho té tot ben clar.
Vol la dona que té asseguda al seu davant.
Afegeix fluixet i automàticament,
“La voldria així, sense afegiments”.
Ella mira l’hora i... “Renoi, què tard!
Què et sembla si ens veiem per sopar?
De fet millor em va el dijous que ve,
O per d’aquí un dimarts si no et fa res.”
En Pep es nega: ”tot pot esperar.
No marxis, no vull; no avui, no demà...”
jueves, 14 de abril de 2011
Feel like a barroco
¿Por qué hacían una uve tus cejas
Tan fruncidas como la caduca frente
Siendo olas de hielo de repente
Del canoso que arriba es lisa arena?
¿Por qué mi mirada tanto esquivas
Como si se tratara de luz del sol,
Hiriendo con destellos de pasión,
Dañando sin piedad tu retina?
¿Para qué preguntas entrometidas
Que sólo oscurecen mi empeño
Siendo tú quien me eclipsas?
¿Para qué del claro un tormento
Donde mi anhelo siempre anida
Sin lograr nunca poseerlo?
Tan fruncidas como la caduca frente
Siendo olas de hielo de repente
Del canoso que arriba es lisa arena?
¿Por qué mi mirada tanto esquivas
Como si se tratara de luz del sol,
Hiriendo con destellos de pasión,
Dañando sin piedad tu retina?
¿Para qué preguntas entrometidas
Que sólo oscurecen mi empeño
Siendo tú quien me eclipsas?
¿Para qué del claro un tormento
Donde mi anhelo siempre anida
Sin lograr nunca poseerlo?
martes, 12 de abril de 2011
jueves, 7 de abril de 2011
Ídolos que van, ídolos que se van
Aborrecen las blancas paredes de mi casa,
Mis resoplidos y lanzamientos de hombros,
Éstos caen tristes, enfrían sopa los otros,
Se oscurecen al oírme soleadas mañanas.
Es que hallé bruscamente un dorado suspiro,
Al que por un tiempo corto yo pudiere adorar,
Y no sé si será mi miopía o el duro azar,
Pero mucho yo me temo que ya se ha ido.
Levitando como siempre que se desplaza,
Dejó mi devoto amor rebotando en los escombros,
La fría sopa de lágrimas se nutre; y yo a sorbos,
Voy bebiendo recuerdos, veneno para mi alma.
Halló un hirviente baño donde sacarse brillo,
Una sombra le dijo “que nades para siempre”
Espero que el jacuzzi de muerte le siente,
Pero mucho me temo que se ha derretido.
Vuelve mi desteñido, te he cogido cariño.
Mi voluntad reclama de principio a fin
- tus principios.
Mis resoplidos y lanzamientos de hombros,
Éstos caen tristes, enfrían sopa los otros,
Se oscurecen al oírme soleadas mañanas.
Es que hallé bruscamente un dorado suspiro,
Al que por un tiempo corto yo pudiere adorar,
Y no sé si será mi miopía o el duro azar,
Pero mucho yo me temo que ya se ha ido.
Levitando como siempre que se desplaza,
Dejó mi devoto amor rebotando en los escombros,
La fría sopa de lágrimas se nutre; y yo a sorbos,
Voy bebiendo recuerdos, veneno para mi alma.
Halló un hirviente baño donde sacarse brillo,
Una sombra le dijo “que nades para siempre”
Espero que el jacuzzi de muerte le siente,
Pero mucho me temo que se ha derretido.
Vuelve mi desteñido, te he cogido cariño.
Mi voluntad reclama de principio a fin
- tus principios.
miércoles, 6 de abril de 2011
Mutability, Shelley
We rest.--A dream has power to poison sleep;
We rise.--One wandering thought pollutes the day;
We feel, conceive or reason, laugh or weep;
Embrace fond foe, or cast our cares away:
It is the same!--For, be it joy or sorrow,
The path of its departure still is free:
Man's yesterday may ne'er be like his morrow;
Nought may endure but Mutability.
Gracias, Sir Thomas xD
We rise.--One wandering thought pollutes the day;
We feel, conceive or reason, laugh or weep;
Embrace fond foe, or cast our cares away:
It is the same!--For, be it joy or sorrow,
The path of its departure still is free:
Man's yesterday may ne'er be like his morrow;
Nought may endure but Mutability.
Gracias, Sir Thomas xD
lunes, 4 de abril de 2011
Sumisa premisa
La melancolía es la esperanza del pasado. ¿Que como afirmo tal cosa así, por las buenas? La melancolía es un sentimiento triste en el que se añoran hechos pretéritos con apariencia mejor a la actual realidad. Dejando aparte el tipo de sentimiento, no estaríamos errados al decir que la esperanza es un sentimiento –en este caso, un motivo para seguir y no para deprimirse, chocando en este matiz con la melancolía- en el que se imaginan hechos futuros, también más seductores que el presente. Recuerdos y sueños, unos son fruto de la melancolía y los otros de la esperanza. En el fondo, no son tan distintos como nuestra traicionera lógica nos podría pintar. Y es que ambos sentimientos van ligados a pensamientos en base a experiencias. La esperanza es la melancolía del futuro.
Acabado la introducción filosófica, pasemos a lo importante…
me aburro.
Acabado la introducción filosófica, pasemos a lo importante…
me aburro.
domingo, 3 de abril de 2011
Todo pasa y todo queda, Antonio Machado.
XLIV
Todo pasa y todo queda,
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre la mar.
Todo pasa y todo queda,
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre la mar.
miércoles, 30 de marzo de 2011
Vull la negra nit...
<<[...] Ara veig que els dies vénen i se'n van, les persones fan la seva via i sempre són a algun lloc fins que desapareixen... Després, no queda res de tot el que han fet, a no se runa petita nosa dins tots aquells que han conegut... I potser passaran els dies i envellirem i no sabrem si alguna cosa de les que hem fet ha estat inútil; i haurem cregut en nosaltres mateixos o no, però ens acabarem preguntant on va començar tot... I el que més estrany se'm fa és que potser comenci aquí i ara, i el que és més trist és que no ho recordaràs... Ni tu, ni jo, ni ningú>>. Perquè algú va dir que li agradava.
sábado, 26 de marzo de 2011
El teatre de- la novela de -la vida.
Creus que m’adorms perquè he tancat els ulls; jo, que tan sols et volia escoltar millor sense la interferència de la vista, disfrutar-te uns moments. És una llàstima haver de donar explicacions per qualsevol actuació anòmala; haig de donar-ne cada 6 (dos per tres). Però què t’haig de dir? Callaré com una gallina; vull dir, com una puta. Opto per seguir-te la broma i t’incito a que t’esmeris una mica més amb la conversa, o hivernaré abans d’hora. Sempre tens alguna cosa a dir, i indignada i rient alhora, afirmes que una conversa és cosa de dos, així que ja estic posant de la meva part o et veuràs obligada a prestar la mateixa atenció que jo. “No, no! Pietat...” responc, burleta. De sobte, m’entusiasmo fingint interès en el temps i (princesa encantada) caus adormida al meu pit. Penso que imitant-me en aparença em causaràs un vertader delit, i tot sigui pensat i no dit, sospiro cap endins, mentalment, és clar. La traducció del mateix sospir seria un “tan de bo estiguessis en aquesta posició en un context diferent.” Censurant a l’instant als malpensats que poden llegir la ment (sempre se’ls ha de tindre en compte; em referia a una situació amorosa, no de... ja m’enteneu.
“Per fi! Tants anys esperant l’ocasió per aprofitar-me d’aquesta noieta en flor!” exclamo, en un to solemne. Poso les mans com aquell nen instants abans de delectar-se tocant alguna cosa que es podria trencar fàcilment abans de que vingui la mare i foti quatre crits a falta de policia. La cara, la d’un pervertit fastigós, per acabar d’arrodonir el meu paper d’oportunista sexual. Desacluques un ull i em veus, espantant-te un poc per la veracitat de la meva posta en escena. “Eh, eh, que ja m’he despertat, sense petó ni res... Alto o disparo!” dius amb creixent autoconfiança. “I què em vols disparar, eh Cupido?” pregunto alçant repetidament les celles, moviment que personalment, el trobo tant expressiu com divertit, sempre importunant a qui vol estar seriós. “Ets un vell verd!” sentencies, posant els ulls al cel. Tan de bo posessis els pensaments al seu oposat, grr. Els meus purs i impurs ballen alegrement, fins que s’adonen compungits que tot plegat és un somni i no realitat.
Tot aquest entramat és fictici, afirmo des de la vorera més extrema del precipici, trencant les teves esperances de saber si mai ha passat això, amb qui ha passat i quan va succeir. El vent em podria fer caure o podria tirar-me daltabaix directament, però de moment prefereixo escriure. Et respondria que aquest malabarisme verbal, un 27 de març, immers a la soledat agradable de la meva habitació, s’ha anat dibuixant sol dins meu; potser una pura invenció que espera èxit i ésser remunerada, potser un anhel. A baix del mateix precipici he escenificat uns instants que podrien ésser de la vida real: prou bé de per sí; sempre millorable, però. Hi estic per sobre, fent equilibris per seguir-hi estant; no és bo restar atrapat al món del... en aquell món per sempre. Sento haver-te creat i destruït, imatge femenina. T’assembles sospitosament a algú, i això t’hauria de consolar.
“Per fi! Tants anys esperant l’ocasió per aprofitar-me d’aquesta noieta en flor!” exclamo, en un to solemne. Poso les mans com aquell nen instants abans de delectar-se tocant alguna cosa que es podria trencar fàcilment abans de que vingui la mare i foti quatre crits a falta de policia. La cara, la d’un pervertit fastigós, per acabar d’arrodonir el meu paper d’oportunista sexual. Desacluques un ull i em veus, espantant-te un poc per la veracitat de la meva posta en escena. “Eh, eh, que ja m’he despertat, sense petó ni res... Alto o disparo!” dius amb creixent autoconfiança. “I què em vols disparar, eh Cupido?” pregunto alçant repetidament les celles, moviment que personalment, el trobo tant expressiu com divertit, sempre importunant a qui vol estar seriós. “Ets un vell verd!” sentencies, posant els ulls al cel. Tan de bo posessis els pensaments al seu oposat, grr. Els meus purs i impurs ballen alegrement, fins que s’adonen compungits que tot plegat és un somni i no realitat.
Tot aquest entramat és fictici, afirmo des de la vorera més extrema del precipici, trencant les teves esperances de saber si mai ha passat això, amb qui ha passat i quan va succeir. El vent em podria fer caure o podria tirar-me daltabaix directament, però de moment prefereixo escriure. Et respondria que aquest malabarisme verbal, un 27 de març, immers a la soledat agradable de la meva habitació, s’ha anat dibuixant sol dins meu; potser una pura invenció que espera èxit i ésser remunerada, potser un anhel. A baix del mateix precipici he escenificat uns instants que podrien ésser de la vida real: prou bé de per sí; sempre millorable, però. Hi estic per sobre, fent equilibris per seguir-hi estant; no és bo restar atrapat al món del... en aquell món per sempre. Sento haver-te creat i destruït, imatge femenina. T’assembles sospitosament a algú, i això t’hauria de consolar.
Otro milagro de la primavera... (Antonio Machado)
Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas en alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas en alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
jueves, 24 de marzo de 2011
The spirit was gone, Antony and the Johnsons
The spirit was gone from her body
Forever and had always been inside that shell
Had always been intertwined
And now were disintwined
It's hard to understand
Oh...
Forever and had always been inside that shell
Had always been intertwined
And now were disintwined
It's hard to understand
Oh...
lunes, 21 de marzo de 2011
viernes, 18 de marzo de 2011
Como la vida misma II
Febrero es la única excepción. Cuando tiene 28 días, da 10'13 y cuando tiene 29, 10'488.
Otra forma de calcularlo es multiplicar cada día por las veces que se repite (E. Marzo: 5x4+6x5+... =205) entre las semanas del Mes(205/4'43= 46'27)Y a partir de ahí, calcular el mes.
Otra forma de calcularlo es multiplicar cada día por las veces que se repite (E. Marzo: 5x4+6x5+... =205) entre las semanas del Mes(205/4'43= 46'27)Y a partir de ahí, calcular el mes.
Como la vida misma
Lunes tiene 5 letras, Martes 6, Miércoles 9, Jueves 6, Viernes 7, Sábado 6 y Domingo 7. Eso hace un total de 46, dividido entre Semana, que tiene 6 letras: 7'6 periódico. Para calcular el Mes, multiplica ese nº por las semanas exactas (Ejemplo, Marzo 2011: 3 semanas enteras + 0'86[6 días {del 1 al 6}] +0'57 [4 días {del 28 al 31}]= 4'...43·7'6= 33'668 ) y se divide entre 3 (33'668/3= 11'2226)
Encerradme, por favor xD
Encerradme, por favor xD
miércoles, 16 de marzo de 2011
domingo, 13 de marzo de 2011
[39] La voz a ti debida, Pedro Salinas
La forma de querer tú
es dejarme que te quiera.
El sí con que te me rindes
es el silencio. Tus besos
son ofrecerme los labios
para que los bese yo.
Jamás palabras, abrazos,
me dirán que tú existías,
que me quisiste: Jamás.
Me lo dicen hojas blancas,
mapas, augurios, teléfonos;
tú, no.
Y estoy abrazado a ti
sin preguntarte, de miedo
a que no sea verdad
que tú vives y me quieres.
Y estoy abrazado a ti
sin mirar y sin tocarte.
No vaya a ser que descubra
con preguntas, con caricias,
esa soledad inmensa
de quererte sólo yo.
es dejarme que te quiera.
El sí con que te me rindes
es el silencio. Tus besos
son ofrecerme los labios
para que los bese yo.
Jamás palabras, abrazos,
me dirán que tú existías,
que me quisiste: Jamás.
Me lo dicen hojas blancas,
mapas, augurios, teléfonos;
tú, no.
Y estoy abrazado a ti
sin preguntarte, de miedo
a que no sea verdad
que tú vives y me quieres.
Y estoy abrazado a ti
sin mirar y sin tocarte.
No vaya a ser que descubra
con preguntas, con caricias,
esa soledad inmensa
de quererte sólo yo.
Rima LXVI, Gustavo Adolfo Bécquer
¿De dónde vengo?... El más horrible y áspero
de los senderos busca;
las huellas de unos pies ensangrentados
sobre la roca dura;
los despojos de un alma hecha jirones
en las zarzas agudas,
te dirán el camino
que conduce a mi cuna.
¿Adónde voy? El más sombrío y triste
de los páramos cruza,
valle de eternas nieves y de eternas
melancólicas brumas;
en donde esté una piedra solitaria
sin inscripción alguna,
donde habite el olvido,
allí estará mi tumba.
de los senderos busca;
las huellas de unos pies ensangrentados
sobre la roca dura;
los despojos de un alma hecha jirones
en las zarzas agudas,
te dirán el camino
que conduce a mi cuna.
¿Adónde voy? El más sombrío y triste
de los páramos cruza,
valle de eternas nieves y de eternas
melancólicas brumas;
en donde esté una piedra solitaria
sin inscripción alguna,
donde habite el olvido,
allí estará mi tumba.
miércoles, 9 de marzo de 2011
Verdad
"Ser de izquierdas es, como ser de derechas, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de hemiplejía moral". -José Ortega y Gasset
martes, 8 de marzo de 2011
domingo, 6 de marzo de 2011
Carnaval 2011
Se ve que en Bolivia ya no cabían y se han venido aquí. Además, los bolivianos se han comido a los peruanos, los ecuatorianos y los brasileños del año pasado.
En algún universo paralelo, ejércitos de Marios, Luigis y Bobs Esponjas se están matando mútuamente sin piedad.
En algún universo paralelo, ejércitos de Marios, Luigis y Bobs Esponjas se están matando mútuamente sin piedad.
miércoles, 2 de marzo de 2011
Caperucita roja, versión de los hermanos Grimm
Érase una vez una pequeña y dulce coquetuela, a la que todo el mundo quería, con sólo verla una vez; pero quien más la quería era su abuela, que ya no sabía ni qué regalarle. En cierta ocasión le regaló una caperuza de terciopelo rojo, y como le sentaba tan bien y la niña no quería ponerse otra cosa, todos la llamaron de ahí en adelante Caperucita Roja.
Un buen día la madre le dijo :
- Mira Caperucita Roja, aquí tienes un trozo de torta y una botella de vino para llevar a la abuela, pues está enferma y débil, y esto la reanimará. Arréglate antes de que empiece el calor, y cuando te marches, anda con cuidado y no te apartes del camino: no vaya a ser que te caigas, se rompa la botella y la abuela se quede sin nada. Y cuando llegues a su casa, no te olvides de darle los buenos días, y no te pongas a hurguetear por cada rincón.
- Lo haré todo muy bien, seguro - asintió Caperucita Roja, besando a su madre.
La abuela vivía lejos, en el bosque, a media hora de la aldea. Cuando Caperucita Roja llegó al bosque, salió a su encuentro el lobo, pero la niña no sabía qué clase de fiera maligna era y no se asustó.
- ¡Buenos días, Caperucita Roja! - la saludó el lobo.
- ¡Buenos días, lobo!
- ¿A dónde vas tan temprano, Caperucita Roja? -dijo el lobo.
- A ver a la abuela.
- ¿Qué llevas en tu canastillo?
- Torta y vino; ayer estuvimos haciendo pasteles en el horno; la abuela está enferma y débil y necesita algo bueno para fortalecerse.
- Dime, Caperucita Roja, ¿dónde vive tu abuela?
- Hay que caminar todavía un buen cuarto de hora por el bosque; su casa se encuentra bajo las tres grandes encinas; están también los avellanos; pero eso, ya lo sabrás -dijo Caperucita Roja.
El lobo pensó: "Esta joven y delicada cosita será un suculento bocado, y mucho más apetitoso que la vieja. Has de comportarte con astucia si quieres atrapar y tragar a las dos". Entonces acompañó un rato a la niña y luego le dijo :
- Caperucita Roja, mira esas hermosas flores que te rodean; sí, pues, ¿por qué no miras a tu alrededor?; me parece que no estás escuchando el melodioso canto de los pajarillos, ¿no es verdad? Andas ensimismada como si fueras a la escuela, ¡y es tan divertido corretear por el bosque!
Caperucita Roja abrió mucho los ojos, y al ver cómo los rayos del sol danzaban, por aquí y por allá, a través de los árboles, y cuántas preciosas flores había, pensó: "Si llevo a la abuela un ramo de flores frescas se alegrará; y como es tan temprano llegaré a tiempo". Y apartándose del camino se adentró en el bosque en busca de flores. Y en cuanto había cortado una, pensaba que más allá habría otra más bonita y, buscándola, se internaba cada vez más en el bosque. Pero el lobo se marchó directamente a casa de la abuela y golpeó a la puerta.
- ¿Quién es?
- Soy Caperucita Roja, que te trae torta y vino; ábreme.
- No tienes más que girar el picaporte - gritó la abuela-; yo estoy muy débil y no puedo levantarme.
El lobo giró el picaporte, la puerta se abrió de par en par, y sin pronunciar una sola palabra, fue derecho a la cama donde yacía la abuela y se la tragó. Entonces, se puso las ropas de la abuela, se colocó la gorra de dormir de la abuela, cerró las cortinas, y se metió en la cama de la abuela.
Caperucita Roja se había dedicado entretanto a buscar flores, y cogió tantas que ya no podía llevar ni una más; entonces se acordó de nuevo de la abuela y se encaminó a su casa. Se asombró al encontrar la puerta abierta y, al entrar en el cuarto, todo le pareció tan extraño que pensó: ¡Oh, Dios mío, qué miedo siento hoy y cuánto me alegraba siempre que veía a la abuela!". Y dijo :
- Buenos días, abuela.
Pero no obtuvo respuesta. Entonces se acercó a la cama, y volvió a abrir las cortinas; allí yacía la abuela, con la gorra de dormir bien calada en la cabeza, y un aspecto extraño.
- Oh, abuela, ¡qué orejas tan grandes tienes!
- Para así, poder oírte mejor.
- Oh, abuela, ¡qué ojos tan grandes tienes!
- Para así, poder verte mejor.
- Oh, abuela, ¡qué manos tan grandes tienes!
- Para así, poder cogerte mejor.
- Oh, abuela, ¡qué boca tan grandes y tan horrible tienes!
- Para comerte mejor.
No había terminado de decir esto el lobo, cuando saltó fuera de la cama y devoró a la pobre Caperucita Roja.
Cuando el lobo hubo saciado su voraz apetito, se metió de nuevo en la cama y comenzó a dar sonoros ronquidos. Acertó a pasar el cazador por delante de la casa, y pensó: "¡Cómo ronca la anciana!; debo entrar a mirar, no vaya a ser que le pase algo". Entonces, entró a la alcoba, y al acercarse a la cama, vio tumbado en ella al lobo.
- Mira dónde vengo a encontrarte, viejo pecador! – dijo -; hace tiempo que te busco.
Entonces le apuntó con su escopeta, pero de pronto se le ocurrió que el lobo podía haberse comido a la anciana y que tal vez podría salvarla todavía. Así es que no disparó sino que cogió unas tijeras y comenzó a abrir la barriga del lobo. Al dar un par de cortes, vio relucir la roja caperuza; dio otros cortes más y saltó la niña diciendo :
- ¡Ay, qué susto he pasado, qué oscuro estaba en el vientre del lobo!
Y después salió la vieja abuela, también viva aunque casi sin respiración. Caperucita Roja trajo inmediatamente grandes piedras y llenó la barriga del lobo con ellas. Y cuando el lobo despertó, quiso dar un salto y salir corriendo, pero el peso de las piedras le hizo caer, se estrelló contra el suelo y se mató.
Los tres estaban contentos. El cazador le arrancó la piel al lobo y se la llevó a casa. La abuela se comió la torta y se bebió el vino que Caperucita Roja había traído y Caperucita Roja pensó: "Nunca más me apartaré del camino y adentraré en el bosque cuando mi madre me lo haya pedido."
Los tres estaban contentos. El cazador le arrancó la piel al lobo y se la llevó a casa. La abuela se comió la torta y se bebió el vino que Caperucita Roja había traído y Caperucita Roja pensó: "Nunca más me apartaré del camino y adentraré en el bosque cuando mi madre me lo haya pedido."
En el cuento original de Charles Perrault, no hay cazador, Caperucita muere devorada por el lobo. He aquí la moraleja que el autor adjuntó:
Aquí vemos que la adolescencia,
Aquí vemos que la adolescencia,
en especial las señoritas,
bien hechas, amables y bonitas
no deben a cualquiera oír con complacencia,
y no resulta causa de extrañeza
ver que muchas del lobo son la presa.
Y digo el lobo, pues bajo su envoltura
no todos son de igual calaña:
Los hay con no poca maña,
silenciosos, sin odio ni amargura,
que en secreto, pacientes, con dulzura
van a la siga de las damiselas
hasta las casas y en las callejuelas;
más, bien sabemos que los zalameros
entre todos los lobos ¡ay! son los más fieros.
lunes, 28 de febrero de 2011
El gato negro, Edgar Allan Poe
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
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