Muchas historias nos atormentan en noches en que el insomnio vela por nosotros. En esas noches, las luces que entran por la ventana proyectan sombras en el techo que nuestra imaginación convierte en figuras sospechosas. Algunas de esas historias desaparecen a su debido tiempo, dependiendo del impacto que hayan supuesto en nuestras frágiles almas, tantas veces encomendadas a Dios.
Sin embargo, otras permanecen vigentes en los recuerdos, proyectando con cada luna llena nuestros miedos más amargos.
Esta historia concreta llegó a mis oídos por casualidad, como suelen hacerlo las buenas historias. Fue una noche de febrero, en la cabaña del bosque que visitamos cada año mis amigos y yo. Siempre he poseído el don de la credulidad, así que tanto si esta historia es cierta como si la inventaron mis compañeros para quitarme el sueño, lo deja a uno frío.
Una familia vivía en la cabaña: un padre con sus dos hijos y su segunda mujer. La mujer estaba esperando un bebé. Por ello, despreciaba a los hijos de su marido y deseaba poder deshacerse de ellos lo antes posible. La comida no abundaba y no quería compartirla con aquellos dos seres flacos y desaliñados; su hijo merecía crecer sano.
Con estos argumentos que pretendían camuflar su maldad innata, la madrastra llevó a los dos niños a buscar leña al bosque bajo su supuesta supervisión mientras el marido descansaba en casa tras una dura jornada en el campo. Los niños, ingenuos e ignorantes, la siguieron hasta un punto oscuro y abandonado del bosque, perdido en la espesura. Habiéndose asegurado de que los pequeños no recordaban el camino de vuelta, la mujer fingió ir a por agua del río y regresó a la casa, dejándolos abandonados . Por el camino, se aplicó barro y hojas secas por todo el cuerpo y ensayó su llanto. Al llegar a la cabaña, comenzó a sollozar y a explicar una historia inventada, diciendo que los niños se habían precipitado por un barranco.
El padre quedó desolado. Se dice que con el tiempo acabó enloqueciendo de pena hasta el punto de asesinar a su esposa y descuartizarla. Con un hacha, la seccionó en más de cien partes, incluido el feto, realizando un auténtico trabajo de artesanía, y esparció la mayoría por el campo, reservando los ojos y la lengua junto a su mesilla de noche, con la esperanza de que pudieran revelarle la verdad acerca del paradero de sus hijos.
Mas no hubo de esperar más de la cuenta, pues sus hijos le encontraron a él. Ya no eran algo vivo, sino, se cuenta, cuerpos mutilados y podridos que se arrastraban entre la maleza en busca de alimento: carne humana. Cuando el padre vio en qué se habían convertido sus hijos, defendió su vida, decapitándolos y arrojando sus cuerpos a una pila de fuego. Después, aterrado por los horribles crímenes que había cometido, se ahorcó en un árbol frente a la casa.
Nunca se supo cómo habían muerto los niños ni en qué se convirtieron. Lo que sí se sabe es que cada noche, en la cabaña, si se está lo suficientemente despierto como para distinguir las sombras del techo, se oyen las voces de los niños llamando a su padre y las sombras son las siluetas de dos almas perdidas.
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