No eres ella. Tú estás a los pies del sauce, resguardada dentro de ese agujero que enmarca tu oscuro rostro, mientras el viento se esfuerza por destaparte. En la oscuridad añil y parpadeante tu pupila se dilata, atrapando la forma lunar. Se condensa la niebla de tus pensamientos, mojando los recortes de periódico que vas quemando uno tras otro, sin dejar que se consuman antes de pasar al siguiente. Eres gasolina; quemas todo este paisaje verde y gris que nadie querría plasmar en un lienzo. El gato asoma la cabeza.
Es hora de coger la manzana del árbol.
Y corres.
Corres entre los troncos, guiada por el aliento que proyectaron tus esperanzas pasadas, que te espera más allá del camino. Es un muro de rosas, una piel de serpiente, un ojo de búho. Tus pasos se curvan, como la uña que araña con presteza la piel sangrante.
Buenos días –eso dice la enredadera, porque para ella ya han pasado las horas que tú todavía esperas; siempre esperarás. Por una vez sonríes, no durará mucho ese sonido en tu muñeca, porque dejarás de oírlo; ni ese reflejo en tu pecho, porque se secará el lago donde te contemplas. Subas o bajes, todo es lo mismo.
Entonces desearás haber leído la letra pequeña, a pesar de lo que dijeran mamá y papá. Ellos no lo saben todo, siguen bajo el sauce que jamás lloró, contemplando el espectro en que te has convertido, la velocidad con la que te mueves, la facilidad con la que levitas. Sucesión de espirales.
Ya no sabes cómo sentirte; la puerta la dejaste abierta y por ella han escapado tus entrañas, como aquel que duerme plácidamente y súbitamente tiene una sensación similar a una caída. Lentos acordes de arpa.
Duerme...
Mañana será otro día.
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