Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar. -Ernest Hemingway.


Love one another and you will be happy. It's as simple and as difficult as that. - Michael Leunig.

Ser de izquierdas es, como ser de derechas, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil: ambas, en efecto, son formas de hemiplejía moral. -José Ortega y Gasset.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

MERRY MERRY

QUE SUS DEN!!! Con amor.


No frunzas el sexo

Cuando estás en la cama con tu pareja y se enfada, puedes decirle "oye... no frunzas el sexo".

Pd. es más ilustrativo con mujeres...

Dr. Drauzio Varella, premio nobel de medicina

En el mundo actual se está invirtiendo cinco veces más en medicamentos para la virilidad masculina y silicona para mujeres que en la cura del Alzheimer. De aquí en algunos años tendremos viejas de tetas grandes y viejos con pene duro, pero ninguno de ellos se acordará para que sirven.

La monja sangrienta, Charles Nodier

Un aparecido frecuentaba el castillo de Lindemberg, de manera que lo hacía inhabitable. Apaciguado después por un santo hombre, se limitó a ocupar sólo una habitación, que estaba siempre cerrada. Pero cada cinco años, el cinco de mayo, a una hora exacta de la mañana, el fantasma salía de su asilo.

Era una religiosa cubierta con un velo y vestida con un hábito manchado de sangre. En una mano sostenía un puñal, y en la otra una lámpara encendida. Descendía así la escalera principal, atravesaba los patios, salía por la puerta principal, que se preocupaban de dejar abierta, y desaparecía.
La llegada de esta fecha misteriosa estaba próxima, cuando el enamorado Raymond recibió la orden de renunciar a la mano de la joven Agnès, a quien amaba locamente. Raymond le pidió una cita, la obtuvo, y le propuso un rapto. Agnès conocía de sobra la pureza del corazón de su amante para vacilar en seguirle:
—Dentro de cinco días —le dijo ella— la monja sangrienta debe dar su paseo. Abrirán las puertas y nadie se atreverá a interponerse en su camino. Yo sabré procurarme vestidos apropiados y salir sin ser reconocida. Estad preparado a cierta distancia... —Alguien entró en ese momento y les obligó a separarse.

El cinco de mayo, a medianoche, Raymond se encontraba a las puertas del castillo. Un coche y dos caballos le esperaban en una cueva cercana. Las luces se apagan, cesa el ruido, suena el reloj; el portero, siguiendo la antigua costumbre, abre la puerta principal. Una luz aparece en la torre del este, recorre una parte del castillo, desciende... Raymond divisa a Agnès, reconoce el vestido, la lámpara, la sangre y el puñal. Se acerca; ella se arroja en sus brazos. La lleva casi desvanecida en el coche; parte con ella, al galope de los caballos.

Agnès no decía ni una palabra.

Los caballos corrían hasta perder el aliento; dos postillones que trataron vanamente de retenerlos fueron derribados. En ese momento, una tormenta espantosa se levanta, los vientos soplan desencadenados; el trueno ruge en medio de miles de relámpagos; el coche desbocado se rompe... Raymond cae sin sentido.
A la mañana siguiente se ve rodeado de campesinos que le llaman a la vida. Él les habla de Agnès, del coche, de la tormenta. Nada han visto, nada saben, y está a más de diez leguas del castillo de Lindemberg. Le llevan a Ratisbonne; un médico cura sus heridas y le recomienda reposo. El joven amante ordena mil búsquedas inútiles y hace cien preguntas a las que nadie puede responder. Todos creen que ha perdido la razón.
Sin embargo, el día va pasando; el cansancio y el agotamiento le procuran el sueño. Dormía bastante apaciblemente, cuando el reloj de un convento cercano le despierta, al dar la hora. Un secreto horror se apodera de él, se le erizan los cabellos, se le hiela la sangre. La puerta se abre con violencia; bajo el resplandor de una lámpara que está sobre la chimenea, ve avanzar a alguien: es la monja sangrienta. El espectro se acerca, le mira fijamente y se sienta en la cama durante toda una hora. El reloj da las dos. El fantasma entonces se levanta, coge la mano de Raymond con sus dedos helados y le dice:
—Raymond, yo soy tuya; y tú eres mío para toda la vida —salió enseguida, y la puerta se cerró tras ella.
Una vez libre, grita, llama; se persuaden cada vez más de que no está en su sano juicio; su mal aumenta y los auxilios de la medicina son vanos.
La noche siguiente, la monja volvió, y sus visitas se repitieron durante varias semanas. El espectro, sólo visible para él, no era percibido por ninguno de los que hacía acostar en su habitación.
Entretanto, Raymond averiguó que Agnès había salido demasiado tarde y le había buscado inútilmente por los alrededores del castillo; de donde concluyó que a quien había raptado era a la monja sangrienta. Los padres de Agnès, que no aprobaban su amor, aprovecharon la impresión que produjo esta aventura en su espíritu para determinarla a que tomase los hábitos.
Finalmente, Raymond fue liberado de su espantosa compañía. Llevaron a su presencia a un personaje misterioso que pasaba por Ratisbonne; le introdujeron en la habitación a la hora en que debía aparecer la monja sangrienta. Ésta tembló al verle y, tras una orden de aquél, explicó el motivo de sus inoportunas apariciones: religiosa española, había abandonado el convento para vivir en el desorden con el señor del castillo de Lindemberg; infiel a su amante, al igual que a su Dios, le había apuñalado; asesinada ella misma por su cómplice, con el que quería casarse, su cuerpo había permanecido sin sepultura y su alma sin asilo erraba desde hacía un siglo. Pedía un poco de tierra para su cuerpo y oraciones para su alma. Raymond se las prometió y no la volvió a ver.

sábado, 25 de diciembre de 2010

Navidad, blanca Navidad

Es bonito tener una migraña del 15 que te haga vomitar comida navideña y dormir en un sofá microondas. Me lo he pasado tan bien que el dolor de cabeza se niega a desaparecer. Fucking Christmas.

jueves, 23 de diciembre de 2010

Música: La Sibil·la

El jorn del judici
parrà el qui haurà fet servici.
Jesucrist, Rei universal,
homo i ver Déu eternal,
del cel vindrà per a jutjar
i a cada un lo just darà.
Ans que el judici no serà,
un gran senyal se mostrarà:
La terra gitarà suor
i tremirà de gran paor.
Terratrèmol tan gran serà
que les torres derrocarà;
les pedres per mig se rompran
i les muntanyes se fondran.
Los puigs i plans seran igual.
Allà seran los bons i mals,
reis, ducs, comtes i barons,
que de sos fets retran raons.
Gran foc del cel davallarà,
mar, fonts i rius, tot cremarà.
Los peixos donaran gran crit,
perdent son natural delit.
El sol perdrà la claredat,
mostrant-se fosc i alterat;
la lluna no darà claror
i tot lo món serà tristor.
Après vindrà, terriblement,
lo Fill de Déu Omnipotent:
de morts i vius judicarà;
qui bé haurà fet, allí es veurà.
Als bons dirà: -Fills meus, veniu,
benaventurats, posseïu
el regne que us està aparellat
des que el món va ésser creat.
Als mals dirà molt agrament:
-Anau, maleïts, an el torment;
anau, anau al foc etern
amb vostro príncep de lo infern.
Humil verge qui haveu parit
Jesús infant en esta nit,
vullau a vòtron Fill pregar
que de l'infern vulga'ns lliurar.
El jorn del judici
parrà el qui haurà fet servici.

Gag: Monty Python, acarícieme las nalgas

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Poesía: Canción de otoño, Paul Verlain

Los sollozos más hondos
del violín del otoño
son igual
que una herida en el alma
de congojas extrañas
sin final.

Tembloroso recuerdo
esta huida del tiempo
que se fue.
Evocando el pasado
y los días lejanos
lloraré.

Este viento se lleva
el ayer de tiniebla
que pasó,
una mala borrasca
que levanta hojarasca
como yo.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Sure...?

De entre lo bueno, lo peor. Eso es un 5. Eso y nada más, a parte del, claro está (¿merecido? no lo creo) aprobado. Pero… ¡alegría! Esto es la guerra y, muerto del todo, no estoy. Así que alza el fusil, la cerveza o el bolígrafo, y a emborracharse de exámenes de vida o muerte.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Relatos: Relato Otoñal

Dado que al final no se realizará ningún certamen de relatos, he optado por subir aquí el mío. En concreto, esta historia surgió al pensar que debía escribir algo desenfadado et non-deprimente. Su señoría, aún así, consideró que las bromas eran defectuosas. Juzgad vosotros mismos.


El día que cambiaron la hora, él se quedó dormido.
Despertó a la mañana siguiente con una luz que le era conocida, alargó la extremidad flácida y apagó el reloj de El señor de los anillos, cuyas agujas eran un hobbit y un orco que se daban de leches cada hora en punto.
Se vistió, olvidando un par de botones, se cepilló los dientes, manchando de pasta de dientes la comisura de un labio, bebió un vaso de agua tibia que casi le hace vomitar y salió hacia el instituto. Quince segundos más tarde volvió a entrar porque había olvidado la maleta.

En clase nunca atendía. Tampoco entendía por qué su compañero de pupitre se ponía tieso cada vez que entraba el profesor en el aula y se mantenía así durante los cincuenta minutos que duraba la lección. Una vez tuvo que mirar al profesor a la cara (¡a la cara!) porque sonaba una música en clase que salía, sospechosamente, del iPod sin apagar en su mochila.

Aquel día no había nadie en el aula. De hecho, no había nadie en el instituto. Los muy... no le habían avisado de que era fiesta ni nada parecido. Maricas. Tensó los hombros y los relajó en un suspiro entrecortado. Dio media vuelta y desayunó sentado en el parque de su calle. Miró su reloj: eran sólo las nueve y media.
Tenía ocho horas para viciarse a juegos en el ordenador.

-¡Muere ya, puto elfo nocturno!* -gritaba Mike a punto de perder la vida. Es sólo una tonta metáfora, por supuesto.

Frodo le indicó que su madre estaba a punto de llegar. Apagó la pantalla y sacó los deberes puestos por él mismo, claro, dado que no existían los del día.
Y esperó sentado... Ninguna madre entró por la puerta. Pasados veinte minutos, cayó en la cuenta de que aquello era anormal, de que su madre jamás llegaba a casa pasada media hora de salir del trabajo. De modo que, antes de que se le quedara pegado el lápiz a los dedos y su columna se petrificara en aquella estúpida postura de concentración, cogió el móvil –ese día todavía tenía saldo- y contempló el número de su madre.
¿Y si no respondía? ¿Y si había sufrido un accidente y el móvil le decía que el número al que llamaba no existía, o estaba fuera de cobertura, o estaba ocupado en ese momento, o había sido engullido por un leprechaun furioso?
Llamó a Porqui, de nombre real Roberta, para preguntarle si había visto a mamá.

-El número al que llama ha sido engullido por un leprech-

Mierda. Ahora no podía contactar con su madre. Lo mejor –en lugar de quedarse tranquilo en casa esperando que su madre entrara probablemente un poco más tarde por la puerta- era salir por los mundos de Dios a buscarla.



-Verá, señor policía...

Lo que sigue es una estúpida explicación que provocó las risas de los tan respetables agentes de la autoridad. Todo lo que consiguió fue que le enviaran a casa, cosa del todo sensata. Pero no. No y no. Mike decidió que no se iba a rendir, era su momento para ser un héroe. Y de esa guisa y con esa cara de bobo atontado que ponen los profesores cuando intentas formular una pregunta que va más allá del “no lo entiendo”, salió disparado de la comisaría camino de alguna parte, aún indeterminada. Llamémosla apeiron.

Ni debajo de las piedras estaba la señora. De todas formas, no cabía.
Qué hago ahora, se preguntó; es la pregunta universal. Consultó la hora: las siete y cuarto. Ya había visitado todos los lugares en que su madre podía encontrarse: un hospital, un bar, un motel, un supermercado... Tenía dos opciones: volver a casa y comprobar si ella estaba allí o seguir vagando sin ningún sentido.
¿Qué hace un ser humano corriente en una situación como ésta? Exactamente lo más descabellado. Cojonudo.

Con su escudo y espada imaginarios, Mike se abrió paso entre callejones cada vez más oscuros, desde donde no pudo ver cómo se ponía el sol. Su mentalidad de cuatro años no tuvo tiempo de reaccionar cuando, entre mandoble y mandoble, una farola se interpuso entre su muñeca y el aire. Adiós reló.

Por si no fuera poco, un cartel le avisó de que el juego que él quería salía a la venta ese-mismo-día. ¡Coito mental! Debía acudir presto al centro comercial más próximo, pero tenía un problema. No me refiero al obvio -¿a quién le importa una madre en apuros?-, sino al simple, elemental, habitual pero terrible y maquiavélico hecho de que no tenía ni un dichoso centavo.
Rápido, solución: prostituirse.
No, esa no.
Mendigar.
Tardaría demasiado en reunir el dinero...
Robar.
Debía dejar de jugar a Grand Theft Auto.

Al final se le ocurrió una idea no tan básica. Comenzó a rebuscar en un contenedor de basura con la esperanza de encontrar el objeto de su deseo. Voilà! Un sillín de bicicleta roto y oxidado. Sillín en mano, se posicionó en un punto de la avenida que le otorgara buena visibilidad para acechar a sus presas. Quieto como una farola que acaba de parir, se quedó esperando incluso cuando comenzó a llover a mares y se caló hasta el carné de identidad, hasta que un brillo en sus húmedos ojos le indicó que su caza había concluido.
Tatuajes en toda parte visible del cuerpo, piercings sirviendo de colador y greñas y chándal míticos: no cabía duda, era su macarra ideal.
Un toquecito en la espalda y ya la había liado, que quién es tu papi, que si quieres morir, que si te voy a rajá... toda una sinfonía patatil. O patatosa. Pero lo que él quería era un trueque. Con tal astucia, consiguió que el matón carente de infancia obtuviera su tan ansiado inútil premio a cambio de una cadena de oro falso.

Podría entretenerme escribiendo todos los detalles con que Mike realizó sus trueques, pero eso no pesa una mierda en esta historia. Así que pasemos directamente al próximo punto de interés:

Al final, Mike vendió una radio de los años veinte por la cantidad dinerosa de 50€ (no me preguntéis cómo lo hizo). Miró su muñeca y... ¡Sí! Era idiota, no recordaba que su reloj no funcionaba. El cielo estaba añil, señal no demasiado favorable, todo sea dicho.

Con el fajo de billetes, corrió al Corte Inglés como alma que persigue un cura pedófilo.
Con el lío de horas que llevamos aquí, el chico ya no sabía cuánto faltaba para que cerraran los grandes almacenes, pero se arriesgaría.
Había mucha gente –casi tanta como cuando empiezan las rebajas- gritando y balando por todo. Eso debía significar que no cerraban el comercio todavía, por lo que subió tranquilo y con tiempo de sobra a la planta de videojuegos. Se entretuvo mirando tostadoras, esos cachivaches malignos que atraen poderosamente a uno cuando le ven, pero luego despertó de su maleficio y lo vio. Ese juego. El puto juego. Ya es mío, se regodeó. Alargó la mano para cogerlo y entonces le dio un apretón. Caminó patizambo hasta los baños, donde se desahogó en el retrete contiguo al de un hombre que tarareaba La donna è Mobile al ritmo de sus pedos. En fin...

Cuando consiguió su propósito, el pasillo estaba desierto.

-El Corte Inglés le informa de que cerrará sus puertas en cinco minutos, gracias. –dijo la señora robótica.

¡Por las barbas de Merlín! Debía encontrar una caja enseguida. Apresó el juego entre sus manos y localizó un mostrador a varios metros, pero nadie atendía. Igual en toda la planta. Como era muy sensato (cosa que ya hemos podido comprobar) se quedó esperando quietecito durante cuatro minutos y treinta segundos. Incluso tuvo tiempo de que una mosca se introdujera por su nariz y saliera por su oreja.

Entonces reaccionó. Decidido a robar el videogame, bajó a saltos las paradas escaleras mecánicas, a su espalda las luces se iban apagando, oía cada vez con más fuerza cómo se cerraba la compuerta de entrada. Su grito deformado por llevar el producto en la boca no lo escuchó nadie. La barrera difuminada terminó cerrándose por completo mientras sus ojos sólo enfocaban la carátula que decía “Minecraft, especial pirómanos”.

Se dio una hostia contra el suelo. Ahora estaba solo en un centro comercial, sin guardas de seguridad, sin padres, curiosamente sin alarma y con un montón de productos chachis.
Pero estaba a oscuras, de noche, en silencio, en un espacio enorme que no conocía. Solo; completamente solo...

-¡Mamááááááááááaaa...! –pero ni siquiera había eco.


Tres horas más tarde, recostado contra una nevera, devoraba unas palomitas hechas con un microondas de la planta de hogar. Se rascaba el culo un momento y se sacaba un moco al siguiente; total, no le veía nadie. Ni él se veía.
Un fuerte sonido.
Sobresaltado, se abrazó al cuenco de cristal como si este le pudiera proteger. Cuando escuchó y no consiguió percibir ningún tipo de movimiento, se puso en pie y caminó a tientas, asesinando maíz. Alargó la mano y tocó la linterna, que se encendió proyectando una luz redonda, titilante y amarillenta al frente. Enfocó rápidamente diferentes puntos, como intentando evitar descubrir algo. Debería haber cogido pañales...

Bajó a trompicones al piso de juguetería. Oyó voces:

-Nos ha oído, gilipollas.
-Te digo que no, capullo.

-¡Sí, os he oído! ...Lo siento

-¡Joder!
-Bueno, ya da igual...

Al final su linterna enfocó a dos personas encapuchadas escondidas detrás de una pila de Barbies derrumbada. Eran un chico y una chica y, a juzgar por sus vestimentas, iban vestidos de ninjas.

-Queríamos vivir una auténtica experiencia oriental –confesaron.
-¿Sabéis lo que es el ramen...?



Hablaron sobre buscar una salida, pero era inútil. También hablaron de jugar al escondite, pero era una tanto absurdo. Nunca está Harry Potter cuando lo necesitamos.
Al final, no les quedó otra que esperar sentados a que abrieran los almacenes. Se pusieron de acuerdo e idearon un plan para salir de allí sin que el personal supiera quién se había encargado de esparcir nata montada por toda la sección de perfumería.
Las siete y media... las ocho... las ocho y media... sí, oh sí, las nueve.
Las nueve... las nueve y diez... las nueve y cuarto...


Mierda.
Era festivo.







*Referido a los elfos de noche del Wow.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Rescatados: Friend of mine, send your condolences to God.

Entre los sucios dedos, manchados por las irregulares huellas dactilares, los trozos de papel con letra impresa se van resquebrajando una y otra vez, con su rasguido característico. Es como si las pupilas captaran la luz del techo y la reflejaran en la grieta cuyas fibras se separan en lo que parece un lento proceso. Ya no queda nada de aquel corazón primerizo que construyó la ilusión del momento; sus restos caen sobre la mesa cual sueños derrotados. Se mezclan con el hedor de la ceniza y el vaho de los vasos cuyo contenido alguien bebió. ¿Volverá aquel instante en que se unieron cuerpo y alma en un éxtasis apoteósico o ese encuentro fortuito será impedido por las maléficas cuerdas del destino, que con su poder han construído un muro entre nosotros...?

lunes, 6 de diciembre de 2010

Lecciones morales tópicas I

El día en que el avión se estrelló, él ya no la quería.
Madrugó como siempre, asistió taciturno a un discurso tras otro y regresó a su casa a la hora de un tardío almuerzo; apenas probó bocado. Algo en la boca de su estómago parpadeaba como mal augurio.
Vuelve a casa –pensó. Aquello era positivo. Ya no quería ver su mirada caída, o como sus ojos se tornaban blancos, ni la mueca tensa que afeaba aquel bello rostro. No quería oír su respiración junto a la suya en brazos de Morfeo, ni el incesante repiqueteo del masculino tic en la pierna, tampoco los suspiros acelerados que asfixiaban la tranquilidad de un día cualquiera.
No un día como ese.
Menos quería abrir la puerta sabiendo que ella tendría un reproche preparado, ni salir por ella sintiéndose culpable.
Pero sobretodo deseaba escapar del aburrimiento en que algo tan cómodo se había convertido.
Y aquí nos encontramos. Un intercambio de miradas frías habían precedido a una silenciosa procesión de moradas lágrimas (por la parte femenina). Hora de irse.
El día en que el avión se estrelló, él ya soñaba con su libertad.
Los aeropuertos son como enormes ataúdes. En ellos quedan sepultadas relaciones que ya no llevan a ninguna parte, recuerdos que nos persiguen toda la vida, sonidos y luces embotadas que saben a marcha fúnebre. Pasamos toda la vida frente a un ordenador, moviendo rápidamente dos veces un solo dedo; antes, la imagen de la amada frente al portal, despidiendo el carruaje que espera volver a ver en unas semanas, quizá unos meses. Ahora decimos “adiós” y olvidamos a las personas, como si enviáramos un e-mail.
A veces no obtenemos respuesta.

Salió en un corte informativo. Los bomberos estaban apagando el fuego en esos momentos. Afortunadamente, no había que lamentar víctimas, el aparato aéreo había colisionado sin levantar las ruedas del suelo. Era un milagro, o una suerte, o increíble.
Vuelve a casa –pidió él, abrazándola. No quería perder sus gestos gráciles, sus manos frías, su rubor matutino. No quería dejar de sentir su frágil cuerpo entre sus brazos, ni dejar de escuchar su risa estridente y melodiosa, ni el sonido de sus pasos, ni...

El día en que el avión se estrelló, llovía fuera.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Y LA RUTINA VOLÓ POR LOS AIRES

Algún día tenía que pasar… mi motocicleta se ha quedado sin combustible. Me desprendo de ella, sabiendo que también estoy abandonando gran parte de mis posibilidades de sobrevivir. Se me ha acabado la comida hará unas horas, y el agua ha corrido la misma suerte. A pesar de no estar ni en un desierto ni a 40º C, empiezo a sufrir ciertas alucinaciones.

Esto es el fin. Me siento, sin apenas fuerzas, con algunas necesidades biológicas en un punto crítico y observando a unos ingratos invitados dando círculos alrededor de mi cabeza. Estas aves carroñeras están esperando a que no mire ni pueda respirar para comerme. De pequeño me dijeron en más de una ocasión que si contaba ovejitas me dormiría enseguida, pero como nunca me funcionó ahora las contaré para mantenerme despierto. Una oveja, dos abejas, tres verjas, cuatro añejas, cinco orejas… ¿Esto es el fin? Me desmayo, no sin antes hacer un apropiadísimo uso de la bengala.

“¡Despierta, despierta!”, me grita alguien. Mis ojos vuelven a ver la luz, así como mi esperanza. Me dan de beber, y yo ni de lejos ni de cerca me quejo. El delirio pierde el protagonismo que había exigido, y el sano juicio dependiente de la salud física vuelve a mí. Le pido por favor al desconocido, que resulta ser un soldado, que me facilite algunas respuestas. El qué y el porqué, para ser precisos.

Textualmente, me dice que un insensato gobernante ha roto el tratado de paz, lanzando explosivos contra un enemigo suyo. Este hecho ha desatado el caos, pues incluso las brigadas de paz han tomado y sacado partido de su arsenal “conciliador” de hombres y armas, peligrosa mezcla. En vez de focalizar los esfuerzos en restaurar el “orden” establecido, han apoyado la causa que creían más justa. Asimismo, los países se han posicionado, siendo esta ocasión la excusa perfecta para descongelar antiguos rencores. Incluso los territorios que se han afirmado como neutrales han recibido, arrancando así la libertad de no involucrarse de raíz. Un asunto de relativa poca trascendencia y fácil solución se ha ido de las manos del hombre. Si lo que dice es cierto, encaja perfectamente como consecuencia lógica del desarrollo tecnológico, que no humanitario, de la sociedad. El hombre tiene unas armas, cada vez más poderosas, y algún insensato, que siempre lo hay, las usa. Muy pocas veces el que se siente amenazado no responde con algún contraataque directo o indirecto. Se nota por su forma de pensar que tiene una mentalidad docta en base de la historia pasada y la experiencia presente.

Después de comer juntos una especie de sopa, expresa su sincera alegría al encontrarme: son realmente pocos los supervivientes en muchos kilómetros a la redonda. Me pregunta por mis intenciones, y al no tenerlas yo muy claras me ha propuesto unirme a su causa. Por cierto, ésta no es otra que dar fin a esta guerra, matando estratégicamente a los gobernantes que no merecen serlo, por su sanguinaria implicación en el conflicto bélico.

Aunque suene paradójico, una de las mejores formas de prolongar mi existencia es apuntándome en el ejército. Ya que no tengo nada que perder, le confirmo mi voluntad de ingreso. Dentro de lo posible, su misión me parece razonable: evitar matanzas neutralizando a los que las provocan, que son muy pocos en comparación con las víctimas. Sinceramente, no quiero tomar partido en la guerra, sino ponerle fin. ¿Y cómo? Por lo que parece, esta vez no podré evitar mancharme las manos. No hay hombre más peligroso que aquel que no tiene absolutamente nada que perder.